miércoles, 28 de septiembre de 2016

"Nada podrá impedir que lo que ha sido, permanezca"

El mundo no siempre es justo. A veces no contempla a sus verdaderos héroes como tales. A veces los relega a la sombra en donde por ya sombríos no se distinguen de su entorno. ¿Por qué digo esto? Porque al autor que pretendo desempolvar no le ha hecho justicia la historia literaria o eso al menos podemos intuir tras la lectura de su Diario, que reúne profundas reflexiones sobre el sentido de la vida y nos da algunas pistas sobre su única novela y su enigmática personalidad.
 
 
He dado con él por pura casualidad. No había oído su nombre jamás, tan enterrada estaba su memoria por la implacable marcha de las décadas. Aún así, ilusionada todavía por el diario de Alejandra Pizarnik, hastiada por la mediocridad de ciertos premios nobeles, decidí lanzarme a lo desconocido, porque así soy yo: no una kamikaze intelectual pero sí una aventurera y una seguidora acérrima de mi intuición. Leí el primer y segundo párrafo del diario. A esta primera impresión de un libro la llamo "la prueba del primer párrafo". Y me encontré algo así:
"Miro al cielo, reflejo de mi lucha sin interrogantes inútiles; imagen de la misma sencillez de creer, absoluta certeza de un porvenir que hay que hacerse, conciencia exacta de la creación."
Pienso. Si en su diario personal habla del cielo, si el cielo es un reflejo de sí mismo, si busca en este escaparate divino su propia alma, entonces sí que podremos entendernos. Y no me equivoco. El cielo es el comodín de lo que esperas.
A medida que voy leyendo, descubro que Jean-René es un escritor entregado, estudiante responsable, amante de la buena vida, aunque guardián celoso de su soledad. Sus mayores obsesiones giran en torno a su novela La côte sauvage. Su única novela, la novela de su vida. Su labor como escritor no se reduce solo a eso: también escribe artículos para Arts y La table ronde y funda junto con otras personalidades la revista Tel quel.



El fuego inextinguible de su vida radica en esa lucha inquebrantable contra las pasiones, sobre todo contra la pereza. Le persigue una urgencia indescriptible, que parece no anclarse en la realidad. Se propone jornadas de trabajo intensivas para derrotar al apremio del tiempo. El futuro es incierto para todos, es verdad, aunque reina en nuestra mente por siempre distraída una única certitud: la muerte. Esto preocupaba también a Huguenin.
Decía Cela (ya que es su centenario haremos al menos una referencia traída por los pelos) "quien resiste, gana". Decía Huguenin: "No hay más remedio que luchar. El abandono se vence. La naturaleza se domina". En esta premisa se basa su vida aunque los hilos de la Providencia preparen otro destino para él y para nosotros. Huguenin habría sido grande, de eso no tengo dudas.
"La lucha patética entre el desprecio y el amor no es más que una batalla miserable entre el orgullo y la vanidad, el deseo de mantenerse y el placer de agradar."
En su diario apreciamos también el lado teórico (nada desdeñable) de su labor como escritor y es que a los veintipocos años, además de ser un escritor de primera categoría Jean-René tenía claro que la novela para ser pura, debía ser sencilla:
"No hay que crearse problemas con lo que se quiere decir, con lo que se pretende escribir. Progreso del escritor: conquista de lo natural, de lo sencillo (...) el artificio no sirve".
Su personaje anhelado es "un personaje de dolor, entregado para siempre a un dolor único, en el que encuentra la fuerza, la grandeza. Un dolor bello, heroico y profundo".
 
 
En esto radica la heroicidad: en un dolor de límites inabarcables, en un océano que sea fuente de inspiración inextinguible, que sea alimento para un alma rechazada, un espíritu desechado por otro porque "jamás el mundo matará los sueños. Podrá disiparlos, dar un golpe de muerte a nuestra felicidad; pero no le será posible acabar con el corazón que ha destrozado." Así que a modo de interacción póstuma, brindo a tu salud J-R. Brindo por el mundo que ya nos inmortalizó con sus diversiones crueles.
Trabaja duro y su vida consiste en aquello que ve a través de la ventana. Afortunadamente, el único bien del ser humano es su ser. Huguenin era lo suficientemente hermoso como para no necesitar de nada externo para enriquecerse. El ser uno mismo puede ser el mayor regalo de la vida y es que un ser excepcional revaloriza cualquier realidad con su percepción exquisita.
"¡Cuántas tardes he contemplado los mismos cristales, teñidos en la sombra de esta misma calle, heridos por la dulzura desgarradora del día que huye, de la noche que cae, de la vida que pasa...!"
Decía Schopenhauer que la soledad es la suerte de todos los espíritus excelentes. A J-R. no le hacía falta leer al eminente filósofo. Estar a solas consigo mismo le bastaba para intuirlo:
"Ha vuelto el silencio, el despacho y los regalos. Aquí es donde me siento feliz, en esta paz tan agradable. No la paz que el hombre piensa. Se trata simplemente de la paz de la nostalgia, de lo inefable de la ternura irrealizable, de la tristeza, de la profunda calma de las lágrimas. Verdaderamente, no creo sino en el sufrimiento, en el amor."
El sufrimiento es una constante en su Journal. J-R presiente el dolor antes de padecerlo. Antes de conocer sus causas ya se le insinúa, seductor, asomado a una brecha invisible para los ojos. Pero eso no importa. No importa que el dolor transmute el tranquilo transcurrir de los días porque nos revaloriza. Así, deberíamos darle las gracias a quienes traicionaron nuestra fe:
"Acepto el sufrimiento porque es innato en mí el presentimiento de que mi destino ha de ser trágico. Incluso cuando soy feliz no dejo de prepararme para sufrir."
"Me digo que un minuto de felicidad puede ser una novela que no llegaré a escribir."
Es el deseo de adelantarse a lo predicho. Por eso el amante incondicional es un héroe, se adelanta a la tragedia, prevé su destino amargo y aun así corre con todos los gastos. Nos adornamos de heridas, nos miramos en el espejo de la compasión y comprobamos que tras esa sonrisa de labios morados se encuentra algo más valioso que lo que dejamos atrás:
"Los amores auténticos son siempre lacerantes; los demás, solo tedio, placer aborrecible, mentira y odio. Los amores auténticos son los amores imposibles, porque no viviremos nunca lo que soñamos. No importa que alguien crea que todo lo hemos perdido; nos consta que todo lo hemos salvado."
 
Ahora, después de que le puse los dientes largos a más de uno es cuando doy la mala noticia: su única novela no está traducida al español aunque las entradas de su diario nos dejan entrever que aquello de lo que nos perdemos es mucho:
"No obedecerme a mí mismo. No creer más que en lo que sueño. Estamos en una habitación deshabitada desde hace tiempo y llena de polvo, con grandes cortinajes, tapices de terciopelo negro...Sobre un sillón pende un reloj silencioso. Un rayo de sol pasa por un tragaluz, haciendo bailar los átomos de polvo. La habitación es grata, el aire es suave como la muerte. No nos miramos. Tengo su mano entre las mías. Cruje un mueble o un peldaño. Desconozco el paisaje que nos rodea, pero lo adivino, como si hubiera venido otra vez. Pero ¿por dónde he venido? ¿Cómo he podido venir? He debido palidecer de repente; ella me mira; ¿por qué no habla? Sé lo que ocurre fuera. Debo callar, aunque no sé si podré contenerme. Dos árboles de troncos deformes, agujereados, empujan a la vez una losa de piedra. Un dogo de bronce, con la boca abierta, custodia un camino que se pierde en el bosque. Y detrás de esta sala no hay NADA. El vacío. Abro el tragaluz. El aire templado. Oímos un murmullo sordo y continuo. comprendo de pronto que es el silencio. En este momento, desaparece la habitación. Una muchacha, con la cabeza inclinada hacia atrás, baña en el arroyo su espesa cabellera negra. La hierba está esmaltada de flores; a lo lejos, detrás de un árbol, se oyen cantos. Me vuelvo. estoy solo. Nada me extraña. Me cuelgan de una rama muy flexible que se enreda en torno a mi cuello. Un hombre muy grueso, medio desnudo, con una pampanilla roja en la cintura, se deja caer sobre un madero y la sangre comienza a brotar. Paso por entre la multitud, con la cabeza erguida y el insulto en los labios. Me odian. Vuelvo a encontrarme. Soy yo, con el mismo dolor, en la misma habitación. conozco el aspecto. ¡Ya basta!"
Y como lo esencial se improvisa siempre, a pasos recién sacados de la galera, parapetándome en los límites que a la imaginación la cordura impone, voy a construir, así, de repente, el final del artículo, para no hacerlo más extenso de lo soportable.
Jean René Huguenin solo escribió una novela. Tenía un futuro prometedor pero la parca lo embistió un trágico día de septiembre del sesenta y dos con tan solo veintiséis años. Por eso parece que su recuerdo se borró, su impronta se desdibuja a cada paso, por eso escribo esto imponiéndome la enorme labor de resucitar a esta promesa truncada. "Nada podrá impedir que lo que ha sido permanezca" y siguiendo esta reflexión suya me pregunto y me digo muchas cosas, entre ellas me cuestiono la necesidad de que yo haga nada para que Huguenin vuelva a la vida y que algún editor despistado, atento tan solo a las novedades, mire hacia atrás y traduzca su novela.
Curiosamente, J-R y yo, y tantos otros, renegamos de las palabras, de aquello en lo que verdaderamente viviremos. Quizás podamos prescindir de esta vida y la de este texto.
 
"Los que aman la vida aceptan también tener que morir. Los que tienen miedo y se rebelan con el pensamiento de la muerte, rechazan la vida. El que ama la vida, ama la muerte."
 
 
 

lunes, 29 de agosto de 2016

Los diarios de Alejandra P.

 
Muero de ganas por reconciliarme con las palabras. Hoy me voy a resarcir de todo.  Llevo más de un mes vagabundeando en escritos ajenos, libros que captan mi interés en un instante de voracidad literaria y creaciones antiguas. Los saboreo como si de una degustación se tratase para luego abandonarlos o abandonarme a la obligación moral de terminarme el pastelito que, mancillado por mi nívea dentadura, ya nadie querrá.
 
Hace más de un mes que me despedí de los densos Diarios de Alejandra Pizarnik. Me costó acabar el voluminoso ejemplar que adquirí en un viaje por  mi Buenos Aires querido, en la célebre librería "El Ateneo". Fue un capricho que me di por trescientos noventa y cinco pesos (una enormidad) pero el gusto de habérmelo comprado en esa librería precisamente fue lo que me incitó al dispendio.
 
A la guapa de Alejandra la conocía de oídas pero un día me la encontré en la Feria del Libro de Madrid y debido al calor estival decidí parapetarme en su poética, La extracción de la piedra de la locura, en una edición fiera y delgada como el aire. La lectura de este libro me produjo una gran satisfacción. Ya desde el primer poema me sentí en total conexión con su artífice:

alejandra alejandra
debajo estoy yo
alejandra
 
 
Y encima de esa alejandra con minúscula estoy yo, mirando las palabras que emanaron hace más de medio siglo de su boca como un manantial profano, mirándolas como un minotauro omnipotente. Encima de esa alejandra pequeñita estoy yo, lector avezado, al borde de las lágrimas, porque su crisis de identidad también es la mía y la tuya. Porque no hay nombre que pueda representar la esencia de una persona, y mucho menos si esa persona es uno mismo o lo que es igual, es el otro.
 
A lo largo de casi quinientas páginas (dispénseme el abuso numérico en el que caigo como una enfermedad) se despereza la intimidad de alejandra, no la que todos conocemos, la de las mayúsculas, la inalcanzable poeta, sino otra muy distinta: la del día a día, la de las obsesiones, la de los sentimientos a flor de piel, la de los pensamientos suicidas.
 
Los escritores preferidos (sobre todo franceses) y sus descubrimientos nos recomiendan lecturas para el futuro: Proust, Dante, Shakespeare, Goethe, Gide, Vallejo, Apollinaire, Françoise Sagan, Rimbaud, Beauvoir, Baudelaire, Bronte, Storni, Safo, G. Mistral, Colette, Clara Silva, Lorca, Azorín, Borges, Ascasubi, Pascal, Dostoyevski, Molière, Faulkner, Bataille...todos ellos tomados al azar de su diario aunque hay muchos otros que no cayeron en la bolsa del arbitrio.
 
El suicidio es el final que se intuye en todos los días de su diario. Todos y cada uno de esos días desprenden ese hálito mortecino que exhala la fúnebre señora. Algunos los he marcado en lápiz y otros he preferido guardarlos bajo llave. Esa llave malvada que pudre todo lo que toca: la indistinción.
 
22 de agosto: A veces soy tan exactamente genial -le dije- que tengo ganas de enterrarme y llorarme tres días.
18 de marzo: Suicidarse es poseer aquella máxima lucidez que permite reconocer que lo peor está ocurriendo ahora, aquí. 
 
El amor o mejor dicho, su carencia, también son una constante. El amor y la muerte así como la locura -términos que reuniera H. Quiroga en el título de sus más célebres cuentos- aparecen palpitantes en cada una de sus entradas. Parecía un tópico pero no es: estos tres elementos resultan ser una constante indisoluble en la vida de Alejandra:
 
Capri, septiembre de 1961: Tuve miedo y me fui y nunca más creer en el juego de las miradas, nunca más creer en las promesas de los ojos, nunca más creer posible la invención de algo a modo de amor. [...] La espera del amor, el amor a la espera. Cuando venga con sus ojos de niebla. La noche me transforma en la esperadora del amor.

26 de mayo: [...] Y yo moriría mil veces por poder recibir amor sin pedirlo [...].
31 de mayo: [...]Déjame delirarme sin ti, asistir a la deformación de mis huesos que sólo aman una sombra. He caído en la trampa de esta espera y sin duda soy feliz. 
29 de junio: [...] Hermosa angustia. Hermoso es sufrir así, hermosamente.
10 de julio: [...] Lo que tú quieres no tiene nombre. Lo que no tiene nombre no existe.
25, viernes: [...]: El proyecto antecede al acto. Cometer el acto es anular el motivo de la espera. 
Sábado 21: [...] Respirar es cosa seria. 

Las frustraciones se vengan de la víctima y no remiten. Vuelven de visita una y otra vez como presintiendo el fastidio insalubre que ocasionan al anfitrión:
 
19 de febrero: [...] a causa de que me dijeron no cuando yo pedía [...]hasta que el rostro soñado venga a mí atraído como una bestia finísima por el perfume de mis ojos verdes presentido en algún lugar de mis poemas.
27, lunes: Ayúdame a no pedir ayuda.  

 
Las relaciones humanas son, las más de las veces, vacuas y superficiales. Es difícil para una poeta constantemente en crisis no sucumbir ante las ráfagas de soledad que se instalan alrededor de una mesa repleta de gente hambrienta:
 
Sábado, 12 de mayo: Anoche bebí demasiado porque comí con unos idiotas, unos arquitectos -con sus mujercitas- que hablaban de aviones y del servicio militar en todos los países del mundo. Eran muchachos de veinticuatro a treinta años. (Odio la gente joven -seria y estudiosa- con su Porvenir abierto y sus miserables deseos de automóviles y departamentos. Los únicos jóvenes que acepto son los bizcos, los cojos, los poetas, los homosexuales, los viudos inconsolables, los frustrados, los obsesionados, sean condes o mendigos, comunistas o monárquicos, mujeres, hombres, andróginos o castrados). 
 17 de noviembre: Rostros en el métro. Extrañeza. Seguridad de estar rodeada de  cadáveres. Mis ojos buscaban la salida de esos rostros. Sans issue. Deseos -por primera vez- de vivir en el campo (paisaje mental eglógico).

 
El azar, siempre caprichoso, no obedece a ningún designio superior a la fuerza de la arbitrariedad. Es sardónico y se regodea en su risa ladeada. Él quiso que en el instante en que leía estas citas que acabo de transcribir tuviese un lápiz a mano o la osadía de doblar el vértice de la página sin pudor. Esto es lo que ha surgido después de un mes de intensa convivencia con Alejandra, con su retrato más íntimo, con su recuerdo despojado de poses. Su lectura nos puede llevar por múltiples derroteros: la importancia que tienen los diarios y la redacción cuidada de la que hay que hacer gala incluso en momentos de intimidad espiritual; las grandes pasiones que son las que construyen cosas memorables y el final, que no siempre es tal. Muchas veces el fin es aparente, como éste. 


miércoles, 15 de junio de 2016

El asesinato como transformación estética

 
 
Tal y como su título nos hacía pensar "Del asesinato considerado como una de las bellas artes" se trata de un texto concebido en el ámbito de la provocación (aunque luego veremos el interés que puede suscitar el análisis del crimen como una performance artística). Obviamente su propósito es desembarazarnos las bocas de bostezos y hacerle cosquillas, al menos, con un toque de indignación, digo yo.
 
Para justificarse, De Quincey se apoya en el texto no menos extravagante de Swift en el que afirma que el exceso de niños irlandeses tiene solución: comérselos. Lo cual como chiste no está mal del todo y puede que hasta consiga esbozar en nuestras caras de piedra acostumbradas siempre a lo mismo, una leve sonrisa o tal vez un gesto de incredulidad enarcando las cejas.

Este texto que nos ocupa hoy está compuesto de dos artículos publicados en Blackwood Magazine y más tarde recogidos en sus obras completas. Es entonces cuando nos introducimos en el placer estético del asesinato. Y cabe preguntarse ¿qué tiene de placentero el asesinato y qué de artístico? Se trata, (está comprobado) de una especie de golosina en el paladar del sádico. El carácter reprobable del asesinato está fuera de toda consideración. No es la moralidad o inmoralidad del asunto de lo que trata este ensayo sino más bien de su composición estética: el móvil del crimen poco importa, es una característica trivial. Un asesinato nunca debe ser anecdótico, sino todo lo contrario: un depliegue de belleza que raya la tragedia, un despliegue de crueldad innecesaria. Estas características le conferirían un lugar en medio de las bellas artes, es decir, la muerte como transformación poética e irrevocable, irrepetible de la realidad (nada más rotundo que la muerte, nada más perturbador que el asesinato).

La muerte se convierte pues, en un acto simbólico. No necesariamente representa el hecho en sí mismo sino que deja traslucir otros símbolos ocultos: la osadía del individuo y su supremacía sobre la comunidad (al menos en principio). Otro principio subyacente que podemos dilucidar es la destrucción de lo existente como base unívoca de rebeldía, rebeldía sana, por otra parte, que busca novedades, requisito indispensable para que el motor de la existencia siga en pie (válgame la contradicción escandalosa para mi deleite) y no estalle en mil pedazos la maquinaria ante la imposibilidad pragmática de albergar todos los opuestos. Sí, señoras mías: de todo tiene que haber y cuanto más veamos, mejor aún. No debemos ruborizarnos ante las injusticias, más bien deberíamos colaborar en algo con ellas a dejarnos engatusar por el circuito en todo falso del sistema moral.
 
Desgraciadamente, no se me dio por nacimiento la tendencia a colaborar con estas causas benéficas para la salud mundial. Es por esto que me depravo y corrompo en mis textos: es mi modo de alimentar el equilibrio necesario en el espíritu humano que me tocó portar esta vez.

Dice De Quincey:
 
"Si uno empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no se sabe dónde podrá detenerse. La ruina de muchos comenzó con un pequeño asesinato al que no dieron importancia en su momento."
 
Parece un chiste de mal gusto pero no lo es: está claro que hay entidades que trabajan a expensas del mal, que es esa su motivación, no solo primordial sino primigenia, pero también es cierto que dentro del orden de fuerzas hay delincuentes peores que otros. Unos asesinos como los que describe de Quincey en sus artículos sobre el asesinato son, en última instancia, personas que juegan el mismo juego que el resto, pero los hay de peor calaña que hacen trampa. Esta gentuza consigue los honores más altos a fuerza de engañar, robar y dominar a otros. Se creen que al amparo de la sombra y bajo engañosas apariencias se verán libres de las responsabilidades y el rechazo social pero esto es falso. Porque trampas podemos hacer todos, incluso los de almas nobles, solo para descubrir a quien opera desde la sombra por medios deshonestos.
 
Con un poco de la lumbre del espíritu somo capaces de desenmascarar a estos atorrantes: muchos de ellos admiten sus faltas con orgullo, como si el hecho de hacer trampa los colocase en un lugar privilegiado con respecto a sus congéneres. La realidad es que este grupo de artesanos del fraude se ha manchado el alma para siempre con sus prácticas inescrupulosas y faltas de humanidad y claro que pasan factura. Al principio sus deseos parecen colmados, más luego solo queda el amargo desengaño.
 
Ahora, en contraposición con aquellos gandules sin honor verdadero (aunque hagan ostentación de uno mundano, de cartón) creo que estamos en condiciones de mirar con otros ojos a los asesinos comunes, perversos en su acto aunque humanos, más humanos que los manipuladores hipócritas que denostábamos antes.
 
Como dijimos antes el libro se divide en dos artículos diferenciados: el primero de ellos hace un repaso por intentos de asesinatos a filósofos no sin antes mencionar al primer asesino del que tenemos conocimiento, Caín. Los filósofos de los que nos habla son todos ellos eminentes pero claro, la verdad es que la mayoría de ellos no fueron asesinados, aunque según De Quincey "estuvieron muy cerca de ello".  Descartes, fue el primer candidato a víctima de esta escueta lista. Al parecer sin saberlo, se había embarcado en uno de sus múltiples viajes en una barca conducida por profesionales del deceso ajeno. Sin embargo, entendiendo el alemán a la perfección se dio cuenta de ello y les hizo frente con un descenlace afortunado para él:
 
"Sin duda para los viles rufianes hubiese sido un honor muy superior a sus méritos el quedar ensartados como pajaritos en una espada cartesiana, y me alegro de que M. Descartes no cumpliera su amenaza, robándole así sus presas a la horca, sobre todo cuando pienso que, tras asesinar a la tripulación, no hubiera conseguido regresar a puerto."
 
Y si creíamos que nos empezábamos a aburrir de una enumeración de filósofos casi muertos (como si con sus tratados interminables no fuese suficiente) De Quincey nos saca de nuestro adormecimiento con esta frase "Les complacerá saber que Malebranche murió asesinado": los ojos como platos, un gesto de incredulidad en el rostro y una carcajada a modo de aplauso ante el ingenio atrevido del autor. Pero eso no es todo, más tarde añade: "las irritaciones culinarias y metafísicas se unieron para atacarle el hígado: cayó en cama y murió poco después". Afirmación que conmueve hasta la risa, entiéndanme.
 
El caso de Leibniz requiere que nos detengamos un poco. No iba a ser asesinado ni aunque rogase el favor. Al final estaba deseando que lo matasen: 
 
"Como Leibniz era en todo superior a Malebranche, cabría suponer a fortiori que fue asesinado y sin embargo no es así. Creo que este descuido lo indignó y que se sintió insultado por la seguridad con que transcurrían sus días. De otra manera no me explico que, al final de su vida, decidiera volverse muy avaro y acumulara grandes cantidades de oro, que guardaba en su propia casa (...) su ambición de ser por lo menos víctima de un atentado era tan grande que no evitaba el peligro. (...) Leibniz no fue asesinado pero cabe decir que murió en parte de miedo a que lo asesinaran y en parte de despecho porque no lo asesinaban."  Divertido ¿verdad?
 
Kant también estuvo a punto de morir asesinado en una emboscada, pero el autor no tiene ni una pizca de respeto por él, lo cual denota una gran inteligencia, pues burlarse de lo que deberíamos respetar es una transgresión admirable, al menos literariamente hablando:
 
"Mi opinión es que el asesino era un aficionado que comprendió lo poco que ganaría la causa del buen gusto con el asesinato de un metafísico viejo, árido y adusto que no le daría ninguna oportunidad de lucimiento, puesto que no era posible que una vez muerto se pareciese más a una momia de lo que ya se parecía en vida." 
 
Y no, no le alcanzan sus desverguenzas declamatorias, mirad si no, cómo trata al pobre de Godfrey:
 
"La mejor obra de los siglos diecisiete y dieciocho es, sin discusión alguna, el asesinato de Sir Edmundbury Godfrey, que apruebo por entero."
 
En la segunda parte del libro, sobre la que no me voy a extender por considerarla tal vez, menos interesante, nos relata tres asesinatos de la época, de los cuales, el más aterrador es el de la familia de Marr. La narración es admirable, la pluma limpia y los trazos claros, os invito a leerla porque no tiene pérdida y nos introduce someramente en los hechos trágicos así como en la personalidad del criminal, Williams, quien más que movido por el ánimo de lucro, decidió matar a una familia entera (luego habría más víctimas) en aras del buen gusto y del equilibrio cósmico. Así, los escrúpulos se dejan a un lado y el sacrificio de sí mismo cobra protagonismo, pues ¿qué es un asesinato sino un sacrificio? Estar más allá del bien y del mal (o al menos creerlo así) no es nada desdeñable. Es un proceso mental muy difícil de alcanzar dados los condicionamientos sociales y morales a los que vivimos atados día a día. En cualquier caso no me parece nada práctico, debo admitir, mancharse de sangre cuando hay pequeñas maldades cotidianas que pueden restablecer el equilibrio perdido.
 
Yo no soy un Jesucristo ni tampoco un Satanás. Cada uno a su manera se sacrificó para aportar alguna  cosa al devenir de la Humanidad. Me conformo con transcribir símbolos que podrían significar una cosa y su contraria. Tal vez se trata de una actitud cobarde pero segura, pero también es necesario que ésta exista. Colaboro pues, haciendo de cronista imprevisible, desvergonzada inventora de mundos, pues coopera más quien produce, aunque no produzca nada bueno, a quien se queda de brazos cruzados pasivamente esperando siempre del otro.
 

miércoles, 27 de abril de 2016

Ante la Duda, mejor hágase el Mal

Estoy convencida de que es el transcurso de la vida, quien con su sabiduría inmisericorde (sí, inmisericorde para muchos de nosotros) nos lleva por los caminos que debemos ir. Hay una especie de fatalidad inevitable en dejarse llevar por la corriente frenética de "lo que deba ser". Desde luego es apasionante sumergirse en el éxtasis del abandono. Y más si confirmamos que el Creador es sabio y de él sólo puede provenir lo conveniente. Sí: basta un poco de inteligencia para comprobar esta hipótesis, las capacidades humanas más superficiales radican en la adaptación, la autocompasión y la fe.
 
En uno de esos caminos azarosos por los que transito tan a menudo, confinada a la resignación como un zombi, uno de esos senderos rurales arropados de campos de extraños verdes y de cielos tan azules como un mar intangible, me encontré con este nuevo amigo: un filósofo amargado e inestable que pese a su carácter atormentado era capaz de hacerme reír a mí, que me río por compromiso la mitad de las veces. Me reí auténticamente, a carcajadas, con total franqueza en la soledad que entraña mi propia compañía. Así fue como lo conocí, de la mano de un amigo entrañable que me proporcionó un ejemplar del libro del que comentaré algunas cosas. Se trata de La caída en el tiempo de E. M. Cioran. Este libro reúne nueve ensayos del célebre filósofo rumano, ensayos que se enmarcan sobre todo en concepciones binarias, como la civilización o la barbarie, la salud o la enfermedad (y sus implicancias), la credulidad y el escepticismo, la cólera o la tranquilidad...
 
En "El árbol de la vida", Cioran bosqueja las causas de la pérdida del paraíso y qué significa "haber pecado". Cuando Dios le advierte que no coma del árbol del bien y del mal ¿qué le estaba diciendo? Hay una verdad más allá de las palabras, una verdad que se oculta entre las sombras que proyectan las letras y el bullicio de los sonidos de la palabra en voz alta. Ya sabemos lo que hizo Adán. En la Biblia se dice que "desobedeció", pero yo me pregunto ¿cómo puede desobedecer una criatura que no se diferencia en nada del resto de los animales? Con una conciencia mermada no es posible desobedecer. Esto desde luego no lo dice Emil, pero la lectura de este ensayo nos suscitará múltiples reflexiones. Dice también que el hombre aspiraba a la inmortalidad y por eso comió del fruto prohibido. El árbol del bien y del mal es el del discernimiento. Puesto que nuestro antepasado no tenía discenimiento alguno, al expulsarlo del paraíso, Dios cometió una injusticia. ¿Blasfema, yo? No puede ser blasfemo quien carece de credo. Tampoco lo es el autor del que estamos hablando al decir que "Dios cometió una imprudencia". En cualquier caso hablar de Dios sea probablemente un recurso reservado a aquellos resentidos por un silencio demasiado largo. Está claro que traicionamos la voluntad del demiurgo que requería que permaneciesemos en la ignorancia. ¿Por qué, si ignorantes éramos felices? Éramos felices porque en nuestra consciencia animal no teníamos deseos que satisfacer y en el momento en que fuimos capaces de diferenciar el bien y el mal los deseos insatisfechos nos nacieron desde la profundidad de las entrañas y nos rasgaron por dentro hasta salir convertidos en negra amargura.
 
Pero no nos quedamos ahí...como especie no claudicamos ante el castigo del todopoderoso, no. Fuimos más allá y dimos con una cosa que se llama civilización cuya principal característica es trocar todo lo puro e ingenuo en vileza y miseria. En "Retrato del civilizado", Cioran analiza la posición de las sociedades más avanzadas en relación con las que lo son  menos. ¿Es verdad que somos afortunados gracias a la ciencia y a la técnica? ¿No será más bien al revés? Tal vez los artificios nos convierten en esclavos: los corsés nos aprisionan, los zapatos nos incomodan, la buena educación nos constriñe...a simple vista pareciera que la civilización comporta más beneficios que desventajas, pero tal vez estamos dando por sentadas demasiadas cosas y no somos capaces de pensar de otra manera, de una forma"nueva". Dice Cioran: "El interés que el civilizado siente por los llamados pueblos atrasados es de lo más sospechoso. Incapaz de soportarse más, se esfuerza por descargar sobre ellos el exceso de males que lo abruman, los incita a probar sus miserias, los conjura a afrontar un destino que ya no puede arrostrar solo."
 
Nada más parecido a la educación de los niños: envidiosos de su estado puro de felicidad queremos convertirlos en lo que somos nosotros, porque no somos capaces de soportar que puedan ser felices en bruto, es decir, de una forma distinta a la nuestra. Lo mismo hacemos con todo lo natural, lo que está en estado salvaje: proyectamos nuestras frustraciones en lo exterior, doblegando afuera lo que somos incapaces de dominar dentro.
 
En "El escéptico y el bárbaro" ensalza la duda como única forma de no traicionar a la verdad, inalcanzable siempre. La duda sin embargo, a pesar de ser una elección del todo loable, nos lleva irremisiblemente al naufragio: perdidas las seguridades, sólo podemos vagabundear, dejarnos llevar por el mar iracundo o incluso dejarnos perecer, puesto que no hay ningún sitio seguro, ninguna certeza a la que aferrarse. Las certezas tienen una función práctica muy clara: permitirnos vivir y permitirnos construir. Es la base sobre la que puede elevarse cualquier constructo mental y material. Sin certezas, nada sería posible, viviríamos en un estado de desesperación perpetuo, desorientados y presas fáciles de la desolación. Sin embargo, ese conocimiento es superficial, puesto que lo esencial no puede conocerse por las palabras: "Ese animal charlatán, alborotador, atronador, que se encuentra exultante en el estrépito (el ruido es la consecuencia directa del pecado original), debería quedar reducido al mutismo, pues, si vuelve a pactar con las palabras, nunca se aproximará a las fuentes invioladas de la vida" y "...las opiniones son, como dijo un sabio, "tumores" que destruyen la integridad de nuestra naturaleza y la propia naturaleza. Si pudiéramos abstenernos de emitirlas, entraríamos en la verdadera inocencia y, quemando las etapas hacia atrás, mediante una regresión saludable, renaceríamos bajo el árbol de la vida".
 
Todo esto está muy bien, pero fue quien nos creó quién también nos tendió la trampa. Nos indujo a aquello que sabía que haríamos, puesto que sabía que éramos envidiosos, aunque fuésemos inconscientes de ello, y también fue él, el primero en nombrar las cosas por su nombre intrínseco. "No hay juicio, por negativo que sea, que no eche raíces en lo inmediato o no suponga un deseo de ceguera...".
 
Menos mal que al final nos exhorta del modo siguiente (uf, ¡qué alivio!): "Con ficciones no hay medio de instituir una moral y menos aún normas de conducta en lo inmediato; eso explica el deber que tenemos -para eludir el desasosiego- de devolver sus derechos al bien y al mal, salvarlos y salvarnos....a costa de nuestra clarividencia". Eso es, amigos, "la duda es incompatible con la vida". Pensemos en ello con frecuencia.
 
En "Es escéptico el demonio" retoma la idea del ensayo anterior. Hacer el mal (es decir, volver concreto el Mal) es colaborar con la existencia, por lo que el Diablo, no puede sino ser escéptico. "El drama de quien duda es mayor que el de quien niega, porque vivir sin un fin es mucho más difícil que vivir para una causa mala". Y es que, qué puede ser un filósofo sino alguien que duda, esto es diabólico. Los filósofos buscan la verdad pero no a expensas de cualquier cosa. Sin embargo "la persecución de la duda es debilitadora y malsana; no responde a vitalidad alguna, a interés alguno. Si nos lanzamos a ella, es porque con mucha probabilidad una fuerza destructiva nos mueve a hacerlo."
 
Otro de los puntos de interés en sus textos es la literatura, y este libro que nos ocupa no será la excepción. El autor se sirve de Tolstoi para reflexionar acerca de la enfermedad, "la vida verdadera comienza y termina con la agonía (...) lo que nos salva es nuestra pérdida (...)". Para Cioran, "se subestiman las ventajas de la saciedad, la cual permite descubrimientos vedados a la indigencia". Shopenhauer consideraba que la felicidad solo puede darse por el ser y no por motivos extrínsecos. En este punto se ponen de acuerdo Schopi y Cioran en una cosa: la saciedad no es necesariamente condición para la felicidad, es más, puede ser, por el contrario, contraproducente. Emil va más allá: la felicidad que nos da la saciedad nos priva de otras cosas, tales como la creatividad:
 
"Como la liberación está en los antípodas de la inspiración, para un escritor consagrarse a ella equivale a una dimisión o incluso a un suicidio. Si quiere producir, ha de seguir sus buenas y malas inclinaciónes, las malas sobre todo; si se emancipa de ellas, se aleja de sí mismo: sus miserias son oportunidades."
 
También la cólera es un bastión en el que podemos resguardarnos de la locura. Abre una brecha por donde escapan las toxinas que de otro modo acabarían con nosotros: "una crisis de demencia nos preserva de la demencia".
 
 
Tal vez debamos pasar por encima muchas de las interesantísimas afirmaciones de este libro porque no nos es dado el revelarlas todas, no conviene pues, que nos detengamos más tiempo en ellas, sería mejor que nos hiciéramos con el libro de alguna manera ilegal, a ser posible, para disfrutar de sus beneficios de forma más trascendente y lo más pronto posible, puesto que: "¿acaso no equivale querer mejorarse a gustar de la tortura y del infortunio?"
 
Vamos a colaborar con la existencia, pues, de un modo diferente.

jueves, 7 de abril de 2016

Gregorio y nosotras


Bien, hagamos memoria. Uno, dos, tres y al pasado. Un paso pequeñito para el hombre, para la humanidad, un salto. Miremos el pasado con ojos amables. O intentémoslo. Observemos sin esperar nada a través de la rendija oblicua de la mente. ¿Qué veo? Veo un viaje a Granada impulsado por deseos de evasión y también por nuevos intereses. La Alhambra, qué gran lugar. Sí, eso dicen. Una guía de viajes, un libro de historia y otro de poemas de Juan Ramón sobre Granada. Mezclado en esta bibliografía azarosa, Ensayos de Gregorio Martínez Sierra. A partir de la mitad del libro Las cartas a las mujeres de España. Comienzo la lectura. Algunas opiniones llaman mi atención, encienden mi rechazo. Me detengo: examino las emociones que suscita la lectura de un ensayo feminista de principios del siglo XX escrito por un hombre que más tarde comprobaríamos muy poco feminista y bastante aprovechado. Me irrita esta lectura, me hace sentir francamente mal. No quiero seguir leyendo pero ¿cómo puedo criticar algo si no lo sigo hasta el final? "Sé valiente. Sé valiente aunque se te salgan las tripas del asco, aunque las consecuencias de tu empuje te lleven a sitios que no te gustarían: sé valiente. Porque si no eres valiente, morirás". 

 
Bien, soy valiente. Sigo leyendo. Las páginas suscitan pensamientos iracundos. Las lecturas añadidas hacen brotar el germen oculto del odio. Tengo que ser comprensiva. El feminismo estaba en ciernes hace cien años, las mujeres ni siquiera podían votar, eran propiedad de sus maridos. Gregorio estaba siendo bastante "progre" para su época. Aún así, ¡qué disparatadas me parecen sus reflexiones! Me enfado aunque no tiro el libro contra el suelo en uno de mis descontrolados arranques de ira. No. Me controlo. Es una virtud que he logrado atesorar a base de darme latigazos. No soy libre o tal vez sí, pero leo. Sigo leyendo. Cuando tengo ratos de soledad aprovecho para escribir también. Ratos como éste, en los que dejo fluir las palabras en que se trocó mi espíritu. Eso es: mi espíritu, palabras. Mis verdades se quedaron sin agua y se marchitaron como flores arrancadas de la tierra. Así que, después de tanto renegar de las palabras, de tanto negar su importancia, me he quedado vacía de actos, pero llena de palabras. La vida es un chiste que no le hace gracia a nadie. Volquemos pues, sin más dilación, esas palabras, que me sobran ¡oh, sí, me sobran!
 
Creo correcto advertir a la lectora o lector de este artículo que Gregorio Martínez Sierra fue un gran escritor. El problema radica en que gran parte de sus textos se los escribió su mujer María Lejárraga y los firmó él. Efectivamente, este señor es "el pieza" que habla de feminismo a las mujeres de España aconsejándonos una sarta de idioteces que ni él mismo sería capaz de cumplir. Exhortándonos a comportamientos con los que él mismo es poco consecuente. Entonces ¿qué nos queda, pues? Para no contaminarnos demasiado con la anécdota de su vida vamos a centrarnos, a pesar de lo escandaloso del asunto en otros menesteres, en la visión del feminismo en España a principios del siglo pasado a través de su libro Cartas a las mujeres de España.
 
A modo estructural diremos que la obra es un compendio de veinticinco "cartas" de corta extensión dirigidas a mujeres y trata todo tipo de temas: los clubs de mujeres, la mujer y el trabajo, la felicidad de la mujer, el ejercicio de la caridad en las mujeres y la maternidad, entre otros.
 
Empezamos mal: en el primer capítulo titulado "Dolorosa victoria" comenzamos con el pie izquierdo (si es que consideramos malo al izquierdo y no al derecho):
"Sí, señoras; antes de la guerra, los derechos de ustedes eran problema mundial y unas cuantas mujeres exaltadas se han querido dejar morir, sencillamente, de hambre para encontrarle la solución. Otro día, cuando acabe la guerra, hablaremos del heroísmo extraño de esas bravas hembras que, por defender la justicia de su causa, lo arrostran todo..., hasta el ridículo."
(Me pregunto qué pensaría de las manifestaciones feministas más radicales de la actualidad, ¿le parecerían ridículas también?).
 
Para Gregorio, la igualdad nos va a costar cara. Quizá sería mejor quedarnos en casa, atemorizadas por el futuro hostil y desconocido, guarecida bajo el ala protectora de nuestro padre o nuestro marido. Desde luego que sería muy cómodo, pero ¿cuánto cuesta esa comodidad?:
"Sí, de las mujeres es el porvenir. Ellas lo engendrarán y lo darán a luz, con dolor, como siempre. De sus entrañas saldrá la Europa nueva, amasada en su sangre. Y el fruto de su vida ¿cómo les va a negar el derecho tan suyo? ¡Oh feministas! Habréis ganado la batalla por la exaltación del deber silenciosamente heroico, suprema prerrogativa femenina. ¡Cara, como siempre, os habrá costado la igualdad conseguida!"
 
El segundo capítulo tiene tela. En él se refiere a los "Clubs de mujeres" que al parecer estaban muy en boga en Estados Unidos a principios del XX. Gregorio alaba este feminismo puesto que es "claro, burgués, práctico y transparente. Podría decirse que es el feminismo de las amas de casa." Vamos, que es el feminismo que no interfiere en las tareas domésticas que se nos achacaban entonces (y aún hoy). Dice:
"Y por ahí empezó: por la reunión de unas cuantas amas de casa, que después de cumplidos sus deberes; criados y educados sus hijos; reglamentada en perfecta ordenación la rutina del arreglo doméstico; cumplidos ya, o a punto de cumplirse, los cuarenta años; curadas del amor, se encontraron, no ya tan bonitas, pero sí tan fuertes y sanas como a los veinte, con el entendimiento más abierto y el corazón más generoso, y no quisieron resignarse a retirarse a un rincón de la vida como trastos inútiles..."
¿Qué entiendo por esto? Entiendo cosas que no me agradan: primero que a principios del siglo pasado se podía ser feminista siempre y cuando se cumpliera con las tareas propias de la mujer en esa época. Es decir, ser feminista en el tiempo libre (más bien escaso) y nunca desatendiendo al marido o a los hijos, es decir, las obligaciones de toda mujer; segundo: que para ser persona hay que pedirle permiso a la biología, porque todas esas ideas del feminismo están bien para las cuarentonas que ya no tienen hijos que cuidar o cuyo marido está tan harta de ellas que prefiere tenerlas ocupadas lejos de la casa. Esta es la sensación que me da y no me gusta. Tal vez sea como mi compañero dice "problema mío" y sea yo quien deba resolverlo, pero yo creo que se equivoca. No es mi problema, esto es lo que ha dicho Gregorio y no sólo él, sino muchos como él a través de la historia, basando su opinión en su prepotencia masculina. Cuanto antes lo admitamos y veamos el error, antes se resolverá sin conflictos para las partes involucradas. Hay que ser valientes, chicos.
 
Otra de las cuestiones la creo superada, por lo menos en parte, era esa supremacía idiota que tenían los hijos varones como un privilegio. Las madres eran entonces criadas y los hijos varones, reflejos en miniatura del padre, la autoridad suprema de la casa. Veamos un ejemplo:
"-Porque quiero saber lo que saben mis hijos, para conservar su confianza.
-Porque no quiero que mis hijos, que saben tanto, se averguencen de mí, que sé tan poco".
No, no me estoy equivocando, ni soy una mal pensada. Está hablando exclusivamente de los hijos varones, el mayor orgullo para una mujer, más que sus hijas, que son consideradas una carga. He aquí otro ejemplo: "...porque de mujeres inútiles no pueden nacer hombres útiles". Ahí lo dejo.
 
Otro de los puntos fuertes del capítulo dos (piensen por un momento que son veinticinco capítulos y recién estamos comentando el segundo, y no sin pasar por alto un montón de alusiones no tan sustanciales) es la consideración que tiene el marido. Al parecer existía la idea (aunque creo que esta idea persiste aún hoy) de que la feminista era una especie de mujer resentida que no había logrado encontrar marido:
"Luego casi todas las feministas de América han logrado alcanzar esa joya inapreciable que se llama marido. Luego no han buscado refugio en el feminismo por despecho..."
 
No me voy a entretener y voy a pasar al siguiente punto. Por suerte la visión del mundo laboral como se tenía entonces se cuestiona hoy bastante. Dice Gregorio que "¡Crear, producir! He ahí toda la razón de la vida." Evidentemente esta afirmación me escandaliza. Hay mucha gente que se piensa que porque uno quiere dedicarse a la vida contemplativa es un vago o no le gusta hacer nada. Todavía hay personas para las que todo es blanco o negro. Es obvio que en determinadas circunstancias las etiquetas ayudan, son necesarias, pero casi siempre hay que ser equilibrado, hasta para usarlas. No puede uno vivir en los moldes indiscriminadamente, ni volando todo el día. Al respecto hace alusión al Evangelio de San Mateo en donde se narra la maldición que echó Jesús a una higuera que no producía fruto. Y yo me pregunto ¿cuándo trabajó Jesús? Es decir, la figura pública de Jesucristo se formó básicamente a raíz del vagabundeo, de la vida contemplativa, meditativa. Jesucristo no tenía un taller de artesanías, ni se ganaba la vida sembrando la tierra. Jesús se fue de su casa. Dejó su estabilidad y la trocó por los sinsabores de la vida nómada. Entonces, ¿a qué viene esa idea de que hay que producir irremediablemente para ser digno? Me pregunto a quién se le habrá ocurrido esa afirmación y cómo habrá hecho ese alguien para tatuarnos en la mente esta idea consiguiendo que se extendiera y se aceptara como un dogma incuestionable, por lo menos hasta la actualidad.
 
Otra idea curiosa por lo menos, con respecto al trabajo femenino es que la mujer ahora que tiene "máquinas" que la asisten en las labores del hogar ya no tiene siquiera trabajo en la casa. ¡Cómo se nota quién cuidaba del hogar en el siglo XX! Evidentemente el autor de este ensayo no era mujer, porque no tenía ni idea de los trabajos que se hacían entonces e incluso hoy en día para mantener una casa en condiciones. Dice: "en media hora está perfectamente limpia la casa con un aparato de succión por el vacío". Yaaaaa, claaaaro. Este Gregorio es un cómico innato, je.
 
La maternidad, esa cosa tan ¡ay! femenina:
"El fruto que ustedes, mujeres de mañana, han de dar al mundo, ha de ser sus hijos. Piensen ustedes en esto valerosamente, sin falso rubor..." Vaya, pues qué triste destino el de las mujeres entonces. Destino análogo al de la abeja reina...poner huevos durante toda su vida para abastecer a la colmena de obreras. Dice también: "Piensen ustedes en la gloria de dar al mundo un hombre, y tiemblen ante la tremenda responsabilidad de tener en los brazos un hijo y no saber hacer un hombre de él". Esto es: el valor de la mujer está en procrear y educar verdaderos hombres (no dice nada de las mujeres feministas a las que les dirige su vana palabrería).
 
Entonces era exclusivamente connatural a la mujer criar a los hijos y además si nos salían rana desde luego ¡era culpa nuestra!: "No nos abandonéis, madres de nuestros hijos, que nosotros sabemos ganarles el pan; pero si vosotras no los hacéis buenos, serán nuestros verdugos y los vuestros".
 
La mujer por aquellos años era en muchos casos caracterizada como un ser insubstancial pero yo me pregunto ¿era posible hacer otra cosa, si lo que se esperaba de esas mujeres era que fueran un adorno, mera decoración hogareña? Sin embargo afirma (y no se corta un pelo, ¿eh?) que las mujeres han de ser bonitas, es su obligación: "La tierra es muy bonita en primavera; ustedes, como ella, tienen la obligación de ser lo más bonitas posible". ¿Por qué debemos ser bonitas? y sobre todo ¿qué es ser bonitas? Luego añade:
"Para ser realmente bonitas, nada de afeites. Afeites son los polvos, las pinturas, el horrible rojo, color de la remolacha, que algunas de ustedes se ponen en los labios. Afeites son los cabellos postizos. Afeites son los perfumes intensos. Muchas niñas de ahora tienen, al parecer, la extraña pretensión de no parecer mujeres honradas; tales van por las calles, que los hombres con un poco de juicio las tienen compasión".
 
A pesar de todo, me siento en la obligación de ser ecuánime.  Diré que Gregorio hace referencia al trabajo infantil. Entonces debemos pensar en que todo lo que afirma a lo largo y ancho de sus ensayos está dicho en una época y sociedad en donde el trabajo infantil existía. Quizás después de aclarar esto, nos parezcan un poco más inocentes sus palabras y no nos las tomemos tan a la tremenda, ¿verdad?
 
No voy a seguir porque hay mucha tela que cortar, yo estoy cansada y no tengo a nadie a quien quiera complacer, no tengo que ser rigurosa si no quiero. Hay muchas más frases y pensamientos inauditos para descubrir en este libro con el que abnegadamente me di cita. Voy a acabar este texto con un último mito, uno de los más odiosos y creo que es el que más lastra nuestras vidas en la actualidad, el de la mujer sacrificada:
"Podéis ser amantes, podéis ser admirables, podéis ser santas, podéis sacrificaros por nosotros, dar la vida y el alma por nosotros; si todo ello no lo hacéis sonriendo francamente, no os agradeceremos vuestro sacrificio; es más: lo soportamos como pesada carga, renegaremos de él."
 
Tras leer este libro, veo claramente que no se puede satisfacer a todo el mundo, ni ahora ni nunca. Las mujeres debemos ser como somos o como elegimos ser; en síntesis: como nos dé la gana. Lo demás no importa nada.

 

lunes, 29 de febrero de 2016

Goldmundo, el errante que se encontró a sí mismo

Como siempre me veo repitiendo todo una y otra vez. No hago más que leer y leer. Empiezo cosas y algunas de ellas son tan herméticas que no las comprendo. Las dejo a un lado. Las miro de reojo. Sé que a su vez esas cosas me miran expectantes. Son lecturas difíciles, que requieren que me implique desde el principio. No hay vaselina, tal vez paliativos, pero no pedagogía. Así es que las atesoro, las miro pasar y alejarse con el tiempo ha que no las veo. Cada vez se vuelven más pequeñitas, como las luces lejanas de una ciudad distante, pero sé que están allí. No se mueven ni un ápice, soy yo la que se mueve. Así me alejo sin querer de algunas lecturas que requieren práctica y constancia, que están dentro de mí, aunque quiera apartar el libro y ocultarlo en lo alto de la estantería: eso no evita que yo sepa dónde está, qué contiene, y lo peor de todo: que está pendiente.
 
Cuando pienso en el libro que está en lo alto de la estantería y miro su lomo gastado por otras manos que impacientes lo devoraron con su ph y sus enzimas casi hasta la destrucción, me desespero. Quisiera acogerlo en mi regazo como a un libro huérfano, pero no puedo, porque no lo comprendo. Está escrito en mi idioma, esto no me confunde. Sé de sobra que no es para mí porque ya intenté leerlo y no lo comprendo. Me he dado golpes en la cabeza en un intento vano de descifrar los vocablos extraños y las subordinadas insubstanciales. De nada ha servido. Por eso me volqué a la lectura de autores conocidos. Estos se me desvelan, al menos en sus primeras capas, accesibles. Son como amantes que se quitan la ropa en la primera cita: no hay remordimientos, ni miedo; tampoco hay recuerdos, solo el deseo efímero del hoy. Nada más. (Y nada menos, me digo, al pasar delante de la estantería en cuya cúspide se encuentra el libro que espero poder leer algún día).
 
Entre los libros conocidos se encuentran aquellos cuyos autores ya han sido domeñados por mi corto entendimiento y Hesse es uno de ellos. Ya van muchas novelas suyas que he acunado en mi mente y cuyas reflexiones he hecho germinar con el mimo propio de una jardinera inexperta. Torpes mis cuidados, pero no ineficaces. A la lumbre del tiempo que todo lo devora y sobre ruinas hice crecer novedades, he madurado reflexiones bonitas y tal vez útiles, aunque esto me importa muy poco.
Y si me pregunto ¿por qué es tan evidente con quién me identifico? Porque es evidente que me identifico con Goldmundo y es posible que lo más normal del mundo hubiera sido que me identificase con algo que es imposible que exista, es decir con Narciso. Estos no sólo dan nombre a la novela (Narciso y Goldmundo, 1930), sino que además conforman los arquetipos que Hesse desarrolla a lo largo de la historia. Sin embargo, es Goldmundo el personaje principal, el protagonista. Es el que aparece todo el tiempo mientras Narciso es incubado "a oscuras". Mientras Goldmundo vagabundea, conoce el amor fuera del convento, se convierte en peregrino decidido a encontrarse a sí mismo, rompe con las rígidas reglas que exigen las convenciones, se establece para volver a partir, encuentra un oficio para volver a mendigar, Narciso permanece siempre al amparo de la institución monástica. Él es el arquetipo de la razón, del pensamiento lógico, del orden, de la comodidad, de la seguridad. Este pensamiento lógico sigue unos pasos prefijados, se acomoda a unas estructuras decididas de antemano por otros. Goldmundo, en cambio, representa fielmente la falta de organización, lo salvaje y lo instintivo. Si se quiere, es más humano. Narciso es frío y calculador como un dios, no se deja llevar por los impulsos, no escucha la llamada que lleva de bruces a su amigo por caminos donde campa a sus anchas la temida peste. Es este el camino que elige. Uno, acobardado pero seguro entre las murallas infranqueables de la religión y las meditaciones, otro arrojado al éxtasis de danzas donde la locura es la invitada de honor.
 
Quien no vive, no puede morir. Así algunos artistas viven a través de sus obras lo que en su vida no pueden vivir y paren sus obras como hijos que de otro modo no verían la luz. Algunos optan por vivir y renunciar a la inmortalidad o tal vez hacen inmortal alguno de sus días. La Edad Media es un buen escenario para este propósito. Es un buen lugar para hacer germinar ambos arquetipos de hombre, incluso para amamantar sendas formas de ver el mundo: a través del pensamiento o a través de la pragmática.
 
Casi al final del libro, Narciso nos desvela la verdad de lo que parecía una antítesis irreconciliable:
 
"Quieres decir que no le concedes importancia alguna al pensar pero que, en cambio, sí se la das a la aplicación del pensar al mundo práctico y visible. Y yo te respondo que tampoco a nosotros nos faltan, en modo alguno, ocasiones ni la voluntad de aplicar nuestro pensar. El pensador Narciso, por ejemplo ha aplicado los resultados de sus reflexiones tanto a su amigo Goldmundo como a sus monjes numerosas veces, y lo hace a diario. Mas ¿cómo hubiese podido "aplicar" nada si antes no lo hubiese aprendido y ejercitado? También el artista ejercita constantemente sus ojos y su fantasía y nosotros descubrimos ese ejercicio suyo aunque sólo se manifieste en un reducido número de obras reales. No tienes derecho a rechazar el pensar como tal y aceptar, en cambio, su "aplicación". La contradicción es patente. Déjame, pues, que me consagre a la reflexión, y juzga mi pensar por sus efectos, de igual modo que yo juzgaré tu talento artístico por tus obras. "
 
Otra vez me convierto en un Goldmundo suburbano y moderno. Me atraviesan las calles sucias de mi barrio. El viento hace malabares con los desperdicios, las palomas picotean los restos de otros seres, las gaviotas reman en lo alto, la gente sin rostro me sale al encuentro en cada esquina. La peste, como a Goldmundo, me rodea, me cerca la Locura. Antes creía que me perseguía de puntillas. Cuando me daba la vuelta se escondía, traviesa, detrás de algún contenedor huraño. Pero ahora veo claramente que me equivocaba. Es la misma Locura la que camina delante de mí. Soy yo quien sigue sus pasos. Tira de mí como de un perro y yo más que un perro me siento buey enfermo, que no puede desembarazarse de sus cadenas y es arrastrado por el fango que refleja un cielo quieto y distante. Imperturbable pese a mis mugidos. Buscándome a mí misma comencé un camino que me camina a mí, del que ya no hay escapatoria. La Locura se ríe de mí sin palabras, sin sonidos. Es una señora de pelo revuelto y pecas en las mejillas que se sienta a horcajadas, como un primate. Nunca dice nada, pero sus ojos brillan como una navaja en una noche de luna llena. Y yo, como Goldmundo, debo acudir a su llamado. No puedo evitarlo más. Porque en mi andar se insinúa cada vez más patente mi destino. Y mi cara está rota en el espejo como si me hubiesen dado un puñetazo. ¿Es que nadie se va a apiadar del Goldmundo que me habita? Tal vez la actitud de Narciso no sea viable para ciertas personas.
 
***
 
Seguiremos caminando, como almas errantes que somos, desafiando el límite de la cordura en cada esquina, hincándonos de rodillas en lugares inapropiados para rezar y bailaremos como si estuviéramos dementes qué más da que la gente que pase nos mire escandalizada. Seguiremos andando con pasos cóncavos hasta acometer la última página y que estos se silencien de pronto.



miércoles, 27 de enero de 2016

La repetición y el arte de robar

"Esta no es una película de estilo policíaco. El autor trata de expresar a través de imágenes y sonidos, la pesadilla de un joven, empujado por su debilidad en una aventura de robo para la cual no estaba hecho. Pero esta aventura, por caminos extraños, reunirá a dos almas, que sin ella, quizás nunca se hubieran conocido".
La repetición no tiene porqué aludir únicamente a la reproducción de errores. ¡La repetición puede darse a tan variados niveles! Por ejemplo, una melodía sublime suele ser objeto de reproducción constante. La repetición no gasta su significancia, no erosiona su significado, puede ser más bien al contrario, no lo olvides.
 
 
 
 
Me encuentro ahora en el café vulgar de siempre, repitiendo sin parar los mismos pensamientos que derrocan la cordura tambaleante y dubitativa que habita en mi mente, inhóspito lugar. Repito mi ritual de siempre: una insignificante compra, unos pasos vacilantes y sonoros en una acera estrecha y recurrida por multitud de espíritus humanos. La soledad de estos paseos me ayuda a desnudarme ante mí misma, me ayuda a desvelar aquello que la compañía niega. La compañía de mi sombra es tal vez oscura pero audaz y no concede prórroga a sus deseos. Es una amiga que me acompaña a donde voy que ora me suscita palabras de aliento, ora derruye la entereza que me queda. Y es en esta soledad ritual, a medias buscada, donde reflexiono. En este lugar concurrido y bullicioso que es un café cualquiera encuentro el telón imprescindible para quitarme el disfraz que a dentelladas defendí buscando la compañía de la gente. Es este ritual repetido y esta aria que reproduce el color de mi espíritu en continua caída a los abismos del autoconocimiento.
 
Aquí me he propuesto escribir algo sobre una película repetida, sobre un director repetido y esa película es "El carterista" y ese director es Robert Bresson.
 
Hace días que no me ducho, para qué mentir. Tengo un aspecto lamentable. Mi pelo supura grasa, mis uñas sin cortar. Llevo la misma ropa que ayer. Así está mi alma igual de doblegada por un peso insostenible. Ha caído de nuevo en viejos vicios (Ya ves todo se repite. La vida es un ciclo que no cesa de repetirse, una rueda implacable, que viciosa, no deja de girar).
 
Pero pese a estas cosas, quiero sufrir. Quiero purificarme, quiero arrastrarme por el fango, quiero empaparme de lodo y así acaso le pase al protagonista de esta película que repito, como si fuera un mantra. Una película que destila sombría austeridad y delicadeza. Porque el acto de robarle a otros sin que ellos se den siquiera cuenta también es un arte. Es un arte que la víctima se sienta luego culpable de haber sido robada. El carterista no es un ladrón cualquiera. Tiene delicadeza. Puede extraerte la cartera con sumo cuidado y sin que te descuides. Ha desarrollado la habilidad de un prestidigitador. Ejercita sus dedos, los vuelve flexibles a fin de lograr sus típicos propósitos de ratero. El riesgo no lo amedrenta fácilmente. Es un visionario, un ser superior y es su conciencia la que le dictará cuándo es menester detenerse.
 
Sudo como un cerdo. Me siento incómoda, mas debo continuar con esta cadena catártica de palabras y de música. La repetición es también un lugar que me regala y me acoge.
 
"Pero esta aventura, por caminos extraños reunirá a dos almas, que sin ella, quizás nunca se hubieran conocido". Bonitas palabras para desvelar el final de la historia demasiado pronto.
 
El carterista pierde a su madre porque cualquier héroe que se precie debe ser huérfano para poder vivir su propia vida. Todo el mundo sabe eso. Hay muchas formas de quedarse huérfano, eso también es de dominio popular. La vida del carterista huérfano, desde luego, no es más fácil que la del que no lo es. La profesión es peligrosa y requiere de constancia igual que cualquier otro trabajo. Las calles monocromas de París son idóneas para este menester. Sin embargo, alguna víctima puede rebelarse, es un pequeño traspié para ganar mayor cautela, esto no debe desanimarnos.
 
La finalidad de todos esos pasos huecos ¿cuál es? ¿cuál es? me digo otra vez y el silencio sonríe de nuevo, malicioso.
 
La finalidad de esos pasos la desconocemos. La fe estúpida en la razón omnipotente del cosmos o Dios y en el progreso ilimitado nos conduce ciegamente a un lugar mejor, pero imaginario. Solo el tiempo que es amigo y enemigo a la vez desvelará al final, su verdadero rostro.El rostro que debamos contemplar, para el que estamos hechos.
 
"Creí en Dios, Jeanne, durante tres minutos".