miércoles, 15 de junio de 2016

El asesinato como transformación estética

 
 
Tal y como su título nos hacía pensar "Del asesinato considerado como una de las bellas artes" se trata de un texto concebido en el ámbito de la provocación (aunque luego veremos el interés que puede suscitar el análisis del crimen como una performance artística). Obviamente su propósito es desembarazarnos las bocas de bostezos y hacerle cosquillas, al menos, con un toque de indignación, digo yo.
 
Para justificarse, De Quincey se apoya en el texto no menos extravagante de Swift en el que afirma que el exceso de niños irlandeses tiene solución: comérselos. Lo cual como chiste no está mal del todo y puede que hasta consiga esbozar en nuestras caras de piedra acostumbradas siempre a lo mismo, una leve sonrisa o tal vez un gesto de incredulidad enarcando las cejas.

Este texto que nos ocupa hoy está compuesto de dos artículos publicados en Blackwood Magazine y más tarde recogidos en sus obras completas. Es entonces cuando nos introducimos en el placer estético del asesinato. Y cabe preguntarse ¿qué tiene de placentero el asesinato y qué de artístico? Se trata, (está comprobado) de una especie de golosina en el paladar del sádico. El carácter reprobable del asesinato está fuera de toda consideración. No es la moralidad o inmoralidad del asunto de lo que trata este ensayo sino más bien de su composición estética: el móvil del crimen poco importa, es una característica trivial. Un asesinato nunca debe ser anecdótico, sino todo lo contrario: un depliegue de belleza que raya la tragedia, un despliegue de crueldad innecesaria. Estas características le conferirían un lugar en medio de las bellas artes, es decir, la muerte como transformación poética e irrevocable, irrepetible de la realidad (nada más rotundo que la muerte, nada más perturbador que el asesinato).

La muerte se convierte pues, en un acto simbólico. No necesariamente representa el hecho en sí mismo sino que deja traslucir otros símbolos ocultos: la osadía del individuo y su supremacía sobre la comunidad (al menos en principio). Otro principio subyacente que podemos dilucidar es la destrucción de lo existente como base unívoca de rebeldía, rebeldía sana, por otra parte, que busca novedades, requisito indispensable para que el motor de la existencia siga en pie (válgame la contradicción escandalosa para mi deleite) y no estalle en mil pedazos la maquinaria ante la imposibilidad pragmática de albergar todos los opuestos. Sí, señoras mías: de todo tiene que haber y cuanto más veamos, mejor aún. No debemos ruborizarnos ante las injusticias, más bien deberíamos colaborar en algo con ellas a dejarnos engatusar por el circuito en todo falso del sistema moral.
 
Desgraciadamente, no se me dio por nacimiento la tendencia a colaborar con estas causas benéficas para la salud mundial. Es por esto que me depravo y corrompo en mis textos: es mi modo de alimentar el equilibrio necesario en el espíritu humano que me tocó portar esta vez.

Dice De Quincey:
 
"Si uno empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no se sabe dónde podrá detenerse. La ruina de muchos comenzó con un pequeño asesinato al que no dieron importancia en su momento."
 
Parece un chiste de mal gusto pero no lo es: está claro que hay entidades que trabajan a expensas del mal, que es esa su motivación, no solo primordial sino primigenia, pero también es cierto que dentro del orden de fuerzas hay delincuentes peores que otros. Unos asesinos como los que describe de Quincey en sus artículos sobre el asesinato son, en última instancia, personas que juegan el mismo juego que el resto, pero los hay de peor calaña que hacen trampa. Esta gentuza consigue los honores más altos a fuerza de engañar, robar y dominar a otros. Se creen que al amparo de la sombra y bajo engañosas apariencias se verán libres de las responsabilidades y el rechazo social pero esto es falso. Porque trampas podemos hacer todos, incluso los de almas nobles, solo para descubrir a quien opera desde la sombra por medios deshonestos.
 
Con un poco de la lumbre del espíritu somo capaces de desenmascarar a estos atorrantes: muchos de ellos admiten sus faltas con orgullo, como si el hecho de hacer trampa los colocase en un lugar privilegiado con respecto a sus congéneres. La realidad es que este grupo de artesanos del fraude se ha manchado el alma para siempre con sus prácticas inescrupulosas y faltas de humanidad y claro que pasan factura. Al principio sus deseos parecen colmados, más luego solo queda el amargo desengaño.
 
Ahora, en contraposición con aquellos gandules sin honor verdadero (aunque hagan ostentación de uno mundano, de cartón) creo que estamos en condiciones de mirar con otros ojos a los asesinos comunes, perversos en su acto aunque humanos, más humanos que los manipuladores hipócritas que denostábamos antes.
 
Como dijimos antes el libro se divide en dos artículos diferenciados: el primero de ellos hace un repaso por intentos de asesinatos a filósofos no sin antes mencionar al primer asesino del que tenemos conocimiento, Caín. Los filósofos de los que nos habla son todos ellos eminentes pero claro, la verdad es que la mayoría de ellos no fueron asesinados, aunque según De Quincey "estuvieron muy cerca de ello".  Descartes, fue el primer candidato a víctima de esta escueta lista. Al parecer sin saberlo, se había embarcado en uno de sus múltiples viajes en una barca conducida por profesionales del deceso ajeno. Sin embargo, entendiendo el alemán a la perfección se dio cuenta de ello y les hizo frente con un descenlace afortunado para él:
 
"Sin duda para los viles rufianes hubiese sido un honor muy superior a sus méritos el quedar ensartados como pajaritos en una espada cartesiana, y me alegro de que M. Descartes no cumpliera su amenaza, robándole así sus presas a la horca, sobre todo cuando pienso que, tras asesinar a la tripulación, no hubiera conseguido regresar a puerto."
 
Y si creíamos que nos empezábamos a aburrir de una enumeración de filósofos casi muertos (como si con sus tratados interminables no fuese suficiente) De Quincey nos saca de nuestro adormecimiento con esta frase "Les complacerá saber que Malebranche murió asesinado": los ojos como platos, un gesto de incredulidad en el rostro y una carcajada a modo de aplauso ante el ingenio atrevido del autor. Pero eso no es todo, más tarde añade: "las irritaciones culinarias y metafísicas se unieron para atacarle el hígado: cayó en cama y murió poco después". Afirmación que conmueve hasta la risa, entiéndanme.
 
El caso de Leibniz requiere que nos detengamos un poco. No iba a ser asesinado ni aunque rogase el favor. Al final estaba deseando que lo matasen: 
 
"Como Leibniz era en todo superior a Malebranche, cabría suponer a fortiori que fue asesinado y sin embargo no es así. Creo que este descuido lo indignó y que se sintió insultado por la seguridad con que transcurrían sus días. De otra manera no me explico que, al final de su vida, decidiera volverse muy avaro y acumulara grandes cantidades de oro, que guardaba en su propia casa (...) su ambición de ser por lo menos víctima de un atentado era tan grande que no evitaba el peligro. (...) Leibniz no fue asesinado pero cabe decir que murió en parte de miedo a que lo asesinaran y en parte de despecho porque no lo asesinaban."  Divertido ¿verdad?
 
Kant también estuvo a punto de morir asesinado en una emboscada, pero el autor no tiene ni una pizca de respeto por él, lo cual denota una gran inteligencia, pues burlarse de lo que deberíamos respetar es una transgresión admirable, al menos literariamente hablando:
 
"Mi opinión es que el asesino era un aficionado que comprendió lo poco que ganaría la causa del buen gusto con el asesinato de un metafísico viejo, árido y adusto que no le daría ninguna oportunidad de lucimiento, puesto que no era posible que una vez muerto se pareciese más a una momia de lo que ya se parecía en vida." 
 
Y no, no le alcanzan sus desverguenzas declamatorias, mirad si no, cómo trata al pobre de Godfrey:
 
"La mejor obra de los siglos diecisiete y dieciocho es, sin discusión alguna, el asesinato de Sir Edmundbury Godfrey, que apruebo por entero."
 
En la segunda parte del libro, sobre la que no me voy a extender por considerarla tal vez, menos interesante, nos relata tres asesinatos de la época, de los cuales, el más aterrador es el de la familia de Marr. La narración es admirable, la pluma limpia y los trazos claros, os invito a leerla porque no tiene pérdida y nos introduce someramente en los hechos trágicos así como en la personalidad del criminal, Williams, quien más que movido por el ánimo de lucro, decidió matar a una familia entera (luego habría más víctimas) en aras del buen gusto y del equilibrio cósmico. Así, los escrúpulos se dejan a un lado y el sacrificio de sí mismo cobra protagonismo, pues ¿qué es un asesinato sino un sacrificio? Estar más allá del bien y del mal (o al menos creerlo así) no es nada desdeñable. Es un proceso mental muy difícil de alcanzar dados los condicionamientos sociales y morales a los que vivimos atados día a día. En cualquier caso no me parece nada práctico, debo admitir, mancharse de sangre cuando hay pequeñas maldades cotidianas que pueden restablecer el equilibrio perdido.
 
Yo no soy un Jesucristo ni tampoco un Satanás. Cada uno a su manera se sacrificó para aportar alguna  cosa al devenir de la Humanidad. Me conformo con transcribir símbolos que podrían significar una cosa y su contraria. Tal vez se trata de una actitud cobarde pero segura, pero también es necesario que ésta exista. Colaboro pues, haciendo de cronista imprevisible, desvergonzada inventora de mundos, pues coopera más quien produce, aunque no produzca nada bueno, a quien se queda de brazos cruzados pasivamente esperando siempre del otro.
 

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