lunes, 29 de febrero de 2016

Goldmundo, el errante que se encontró a sí mismo

Como siempre me veo repitiendo todo una y otra vez. No hago más que leer y leer. Empiezo cosas y algunas de ellas son tan herméticas que no las comprendo. Las dejo a un lado. Las miro de reojo. Sé que a su vez esas cosas me miran expectantes. Son lecturas difíciles, que requieren que me implique desde el principio. No hay vaselina, tal vez paliativos, pero no pedagogía. Así es que las atesoro, las miro pasar y alejarse con el tiempo ha que no las veo. Cada vez se vuelven más pequeñitas, como las luces lejanas de una ciudad distante, pero sé que están allí. No se mueven ni un ápice, soy yo la que se mueve. Así me alejo sin querer de algunas lecturas que requieren práctica y constancia, que están dentro de mí, aunque quiera apartar el libro y ocultarlo en lo alto de la estantería: eso no evita que yo sepa dónde está, qué contiene, y lo peor de todo: que está pendiente.
 
Cuando pienso en el libro que está en lo alto de la estantería y miro su lomo gastado por otras manos que impacientes lo devoraron con su ph y sus enzimas casi hasta la destrucción, me desespero. Quisiera acogerlo en mi regazo como a un libro huérfano, pero no puedo, porque no lo comprendo. Está escrito en mi idioma, esto no me confunde. Sé de sobra que no es para mí porque ya intenté leerlo y no lo comprendo. Me he dado golpes en la cabeza en un intento vano de descifrar los vocablos extraños y las subordinadas insubstanciales. De nada ha servido. Por eso me volqué a la lectura de autores conocidos. Estos se me desvelan, al menos en sus primeras capas, accesibles. Son como amantes que se quitan la ropa en la primera cita: no hay remordimientos, ni miedo; tampoco hay recuerdos, solo el deseo efímero del hoy. Nada más. (Y nada menos, me digo, al pasar delante de la estantería en cuya cúspide se encuentra el libro que espero poder leer algún día).
 
Entre los libros conocidos se encuentran aquellos cuyos autores ya han sido domeñados por mi corto entendimiento y Hesse es uno de ellos. Ya van muchas novelas suyas que he acunado en mi mente y cuyas reflexiones he hecho germinar con el mimo propio de una jardinera inexperta. Torpes mis cuidados, pero no ineficaces. A la lumbre del tiempo que todo lo devora y sobre ruinas hice crecer novedades, he madurado reflexiones bonitas y tal vez útiles, aunque esto me importa muy poco.
Y si me pregunto ¿por qué es tan evidente con quién me identifico? Porque es evidente que me identifico con Goldmundo y es posible que lo más normal del mundo hubiera sido que me identificase con algo que es imposible que exista, es decir con Narciso. Estos no sólo dan nombre a la novela (Narciso y Goldmundo, 1930), sino que además conforman los arquetipos que Hesse desarrolla a lo largo de la historia. Sin embargo, es Goldmundo el personaje principal, el protagonista. Es el que aparece todo el tiempo mientras Narciso es incubado "a oscuras". Mientras Goldmundo vagabundea, conoce el amor fuera del convento, se convierte en peregrino decidido a encontrarse a sí mismo, rompe con las rígidas reglas que exigen las convenciones, se establece para volver a partir, encuentra un oficio para volver a mendigar, Narciso permanece siempre al amparo de la institución monástica. Él es el arquetipo de la razón, del pensamiento lógico, del orden, de la comodidad, de la seguridad. Este pensamiento lógico sigue unos pasos prefijados, se acomoda a unas estructuras decididas de antemano por otros. Goldmundo, en cambio, representa fielmente la falta de organización, lo salvaje y lo instintivo. Si se quiere, es más humano. Narciso es frío y calculador como un dios, no se deja llevar por los impulsos, no escucha la llamada que lleva de bruces a su amigo por caminos donde campa a sus anchas la temida peste. Es este el camino que elige. Uno, acobardado pero seguro entre las murallas infranqueables de la religión y las meditaciones, otro arrojado al éxtasis de danzas donde la locura es la invitada de honor.
 
Quien no vive, no puede morir. Así algunos artistas viven a través de sus obras lo que en su vida no pueden vivir y paren sus obras como hijos que de otro modo no verían la luz. Algunos optan por vivir y renunciar a la inmortalidad o tal vez hacen inmortal alguno de sus días. La Edad Media es un buen escenario para este propósito. Es un buen lugar para hacer germinar ambos arquetipos de hombre, incluso para amamantar sendas formas de ver el mundo: a través del pensamiento o a través de la pragmática.
 
Casi al final del libro, Narciso nos desvela la verdad de lo que parecía una antítesis irreconciliable:
 
"Quieres decir que no le concedes importancia alguna al pensar pero que, en cambio, sí se la das a la aplicación del pensar al mundo práctico y visible. Y yo te respondo que tampoco a nosotros nos faltan, en modo alguno, ocasiones ni la voluntad de aplicar nuestro pensar. El pensador Narciso, por ejemplo ha aplicado los resultados de sus reflexiones tanto a su amigo Goldmundo como a sus monjes numerosas veces, y lo hace a diario. Mas ¿cómo hubiese podido "aplicar" nada si antes no lo hubiese aprendido y ejercitado? También el artista ejercita constantemente sus ojos y su fantasía y nosotros descubrimos ese ejercicio suyo aunque sólo se manifieste en un reducido número de obras reales. No tienes derecho a rechazar el pensar como tal y aceptar, en cambio, su "aplicación". La contradicción es patente. Déjame, pues, que me consagre a la reflexión, y juzga mi pensar por sus efectos, de igual modo que yo juzgaré tu talento artístico por tus obras. "
 
Otra vez me convierto en un Goldmundo suburbano y moderno. Me atraviesan las calles sucias de mi barrio. El viento hace malabares con los desperdicios, las palomas picotean los restos de otros seres, las gaviotas reman en lo alto, la gente sin rostro me sale al encuentro en cada esquina. La peste, como a Goldmundo, me rodea, me cerca la Locura. Antes creía que me perseguía de puntillas. Cuando me daba la vuelta se escondía, traviesa, detrás de algún contenedor huraño. Pero ahora veo claramente que me equivocaba. Es la misma Locura la que camina delante de mí. Soy yo quien sigue sus pasos. Tira de mí como de un perro y yo más que un perro me siento buey enfermo, que no puede desembarazarse de sus cadenas y es arrastrado por el fango que refleja un cielo quieto y distante. Imperturbable pese a mis mugidos. Buscándome a mí misma comencé un camino que me camina a mí, del que ya no hay escapatoria. La Locura se ríe de mí sin palabras, sin sonidos. Es una señora de pelo revuelto y pecas en las mejillas que se sienta a horcajadas, como un primate. Nunca dice nada, pero sus ojos brillan como una navaja en una noche de luna llena. Y yo, como Goldmundo, debo acudir a su llamado. No puedo evitarlo más. Porque en mi andar se insinúa cada vez más patente mi destino. Y mi cara está rota en el espejo como si me hubiesen dado un puñetazo. ¿Es que nadie se va a apiadar del Goldmundo que me habita? Tal vez la actitud de Narciso no sea viable para ciertas personas.
 
***
 
Seguiremos caminando, como almas errantes que somos, desafiando el límite de la cordura en cada esquina, hincándonos de rodillas en lugares inapropiados para rezar y bailaremos como si estuviéramos dementes qué más da que la gente que pase nos mire escandalizada. Seguiremos andando con pasos cóncavos hasta acometer la última página y que estos se silencien de pronto.