jueves, 19 de noviembre de 2015

Versión libre de "La peste" de A. Camus


La peste nos persigue. Sale de su continente y amarillea las páginas, carcome la tímida tinta de edición barata (la única que tenía mi proveedor de literatura vieja), hostiga los afilados bordes de las hojas y descalabra el encolado de mala calaña que mantuvo unidos los pliegos otrora.
 
A pesar de estas vicisitudes me sumerjo en la lectura, me sumerjo en un océano de pestilencia. Rieux tal vez pueda salvar esta edición proletaria destinada como mucho a una lectura ¿quién sabe? La lectura es ágil, pero la reflexión, lenta. Los hombres son los protagonistas de esta ciudad-isla en la que las ratas salen a morir desde que despunta el día y no paran de aparecer por todos lados, tambaleantes. Al principio es tan solo una curiosidad, una anécdota. Las ganas de sorprenderse por algo inundan la ciudad de Orán, y nos encontramos con que el tema de conversación primordial son los roedores inmundos. La realidad es que sin saberlo ya nos están contaminando: sus pulgas esparcen las semillas del mal y nos hieren de muerte. Una rata no hace la peste, no. "Menos mal", suspiramos aliviados. Pero si al pasar los días vemos como la película se nos empieza a hacer repetitiva, si al mirar por la ventana abierta advertimos una montañita de cadáveres, ya nos empezamos a preocupar y en consecuencia, cerramos la ventana. Pasan las semanas y en la ciudad no se habla de otra cosa...la novedad de las ratas. Ratas saliendo de la podredumbre de las alcantarillas "¿Por qué saldrán a la superficie para morir?" Un pensamiento pesimista inunda nuestras mentes: "Si las ratas están muriendo es porque algo no muy bueno debe estar cociéndose en las entrañas pétreas de la ciudad." El infierno. (Las páginas se despegan y se caen al suelo. Me arrodillo tan solo para recogerlas y ponerlas en orden).
 
Sigo leyendo, los médicos se temen lo peor. Cuando menos te lo esperas empiezas a ver cómo son almas humanas las que caen impotentes ante este nuevo mal. El primero en caer es el portero del edificio de Rieux, en otro orden de cosas, el guardián del espacio privado del protagonista. Luego de analizar los signos (como si fueran designios estelares) Castel y Rieux están de acuerdo en que se trata de la peste bubónica. Los apestados intentan arrancarse inútilmente los bubones entre fiebres y delirios. Luego de mucho sufrimiento, el apestado, agotado por el cansancio físico que consiste en la lucha contra el dolor, se desploma inerte. Así de contundentes son las cosas cuando arrecia una epidemia.
 
Las fronteras deben cerrarse. Los habitantes sospechosos, aislados. Todo bajo control. Cada elemento en su cajita. Cada cosa en su lugar. El orden es necesario para preservarnos del caos. Y aun así, con todas aquellas medidas concienzudamente tomadas, la enfermedad se enloquece en el encierro. Ya tiene su comida dispuesta y pierde los sesos en el proceso de devorarla.
 
No hay nada que hacer. La peste tiene que desarrollarse. Mientras tanto, Castel estudia y experimenta con un nuevo suero que tal vez pueda aplacar la ira desbordada de la nueva cepa. Rieux se dedica a curar a los enfermos. Al principio, demás está decir que no obtiene grandes éxitos pero es un engranaje más en la cadena de curación masiva. Yo estoy bien, pero me he vuelto paranoico. Los gatitos ya no se acercan a mi ventana, y aunque sigo echando papelitos de colores por la terraza, ya no aparecen. Esto me pone muy triste. La diversión es poca para un viejo como yo. Un día de estos saldré a la calle y me contagiaré a propósito y luego correré por la ciudad como un loco gritando: "¡Tengo la peste, SOY la Peste! ¡Tengan piedad de mí, ya no tengo gatos a quienes escupir, la peste lo ha devorado todo, todo, hasta el más sencillo de los placeres ordinarios!". La gente que a mi paso se encuentre se apartará, horrorizada. Me acercaré para abrazar a los niños y contagiarlos de Muerte precoz. Las madres huirán cobardemente abandonando a sus criaturas al azar absurdo de la suerte y los pequeños llorarán a gritos rodeados de complicidad y degeneración. En un momento, un grupo de policías uniformados abandonarán a toda carrera una furgoneta. Los "sentidos comunes" vestidos de hombres del orden  correrán hacia mí enfurecidos y me darán una paliza inolvidable, no sin antes asegurarse de que no me tocan directamente los bubones que ya empiezan a tornarse verdinegros. Y me dejarán tendido en el suelo antes de que exhale el último aliento. De mi boca surgirán caminos irregulares de sangre negra que empapará el polvo imprimiendo una figura inaccesible.
Así acabarán mis días, gracias a la peste.

El Sol, sin embargo, seguirá su camino de arco triunfal inaugurado, y la peste de Orán, como muchas otras, con un poco de esfuerzo y paciencia, desaparecerá. Es el sino de la raza humana, doblegarse a lo incontrolable hasta la destrucción para así aniquilarse como mi edición de Edhasa de 1977, arquetipo perfecto de la obra que se trasciende a sí misma, del contenido que impúdico, se desborda.