miércoles, 16 de septiembre de 2015

El tesoro de Los Nibelungos

He aquí otra de las películas de culto que tanto me gustan. Una de esas películas que me apasiona mirar (y escuchar) una y otra vez. Mi traficante cinematográfico del barrio no las tiene todas, pero esta es una de las que sí tiene.

Los cantares de gesta tienen ese encanto hipnótico: son historias tan antiguas que se confunden con la fantasía de los que los narraban, incluyendo variantes, pasajes turbios, elementos mágicos que pudieron tener su explicación. Son historias de héroes (y también de heroínas, como veremos) que retratan de una forma única el sentir de una nación en algún punto más o menos determinado de su historia y revela sus costumbres así como su mentalidad. Personalmente, pienso que su encanto radica en esa percepción mágica de la realidad, en el placer de degustar cómo lo imposible se mezcla con lo real y de esa mixtura nace la leyenda.

La leyenda de los nibelungos reza más o menos así: Sigfrido, hijo del rey Sigmund consigue el tesoro de los nibelungos tras matar a su rey y reducir a esclavos a su pueblo, los nibelungos. Parte a Worms ilusionado con casarse con la bella Krimilda. Es así como, ayudando al rey Gunter a conseguir la mano de Brunilda por artes mágicas, obtiene a cambio la mano de Krimilda, su hermana. La historia sigue, pero por consideración a aquellos que no la conocen y que aún no han visto la película nos vamos a guardar bien de seguir contándola. Sin embargo, pese a lo que ocurre en otros cantares de gesta, las mujeres de esta historia tienen un gran peso en el transcurso de los hechos, incluso podríamos decir que cada a una a su manera es una heroína y son emblemas de un valor y fuerza. Incluso la tímida Krimilda que no parece tener un carácter muy formado al principio, termina brillando al final gracias al poder del amor que profesa hacia Sigfrido, incluso en la muerte.

El film dirigido por Fritz Lang, Die Nibelungen (1924), son en realidad dos películas: La muerte de Sigfrido y La venganza de Krimilda. La adaptación cinematográfica del cantar fue escrita por la escritora y guionista de cine Thea von Harbou, esposa de Lang por esos años, quien además escribió el guion de Fausto, película de la que hablaremos en su momento.

 La carrera cinematográfica de Lang no es breve y podemos distinguir dos etapas claramente diferenciadas:el expresionismo alemán, con exponentes de gran calidad como Metrópolis y Dr. Mabuse y el cine negro estadounidense, no menos aventajado: Sólo se vive una vez (1937) o Perversidad (1945), entre otras. No debemos perder de vista a este genio del cine de todos los tiempos, y hablaremos de él y de sus obras cinematográficas en otras entradas.

Otra de las joyas de este film es la música a cargo de Gottfried Huppertz quien también sonorizó la otra obra maestra de Lang, Metrópolis. La música no sólo se adapta a cada escena de la película, sino que, como no podía ser de otro modo, es emocionante. Sinceramente, creo que tiene un valor muy grande la composición de Huppertz, aunque a lo mejor no tiene actualmente la atención que merece. Supongo que esto se deriva de que la música es un lenguaje muy distinto al de las palabras y que explicarlo requiere una destreza y una sensibilidad que pocos poseen.
 
 
 
Y para terminar y no por eso menos importante, la fotografía y escenografía son excelentes, muy del tipo expresionista de aquellos años, siendo los castillos austeras moles de piedra gris con bellísimas decoraciones pintadas. El vestuario es increíble: túnicas de anchas mangas con figuras geométricas, grandes contrastes y peinados representativos. Tal vez el hecho de que la veamos en blanco y negro lo embellece más, quién sabe, porque no la corrompe la vulgar divergencia del color.
 
Aunque detecto con facilidad los puntos negativos de todas las cosas (de hecho es siempre lo primero que detecto) este defecto tiene un beneficio muy claro: cuando un producto cultural no tiene algo especialmente malo que me llame la atención, y el resto de elementos que lo conforman se destacan por su brillantez, mi admiración es total y su encantos llegan a mí como un hechizo sublime. Los personajes, sus expresiones faciales, los colores, el tinte de la película, la música...en fin, el conjunto ha conquistado mi corazón e intuyo que será para siempre. 
 
Os invito a todos a que, como yo, os dejéis enamorar por esta historia, por estos personajes que de la mano de sus intérpretes reviven cada vez que la visionamos y por el resto de elementos cinematográficos que hacen de Die Nibelungen una de las películas mudas más hermosas de la historia del cine.
 
 

lunes, 7 de septiembre de 2015

El séptimo sello "Det sjunde inseglet''


¿Qué número es esta vez? ¿diez, quince, veinte?
 
Ya he perdido la cuenta de las noches que me asaltó el deseo irrefrenable de ver a Antonius Block y a su escudero Jöns cabalgando por la primitiva Suecia del siglo XIV. Como ya habréis adivinado seguramente, me estoy refiriendo a la película "El séptimo sello" de Ingmar Bergman, una de mis predilectas por su temática y por su reparto, en especial: Max von Sydow, (Antonius Block), Bibi Andersson (Mía), Gunnar Björnstrand (escudero), Bengkt Ekerot (Muerte) y Nils Poppe (Jof).  A consecuencia de estas elementos, así como por la magistral dirección de Bergman y su excepcional guion (escrito por él mismo y basado en el texto inicial Pintura sobre tabla) y a pesar de los contratiempos que tuvo que afrontar (escaso presupuesto y una limitación exagerada de tiempo) fue galardonada en el Festival de Cannes de 1957. 

"El cielo se quedó en silencio media hora después de que el cordero abriese el séptimo sello". Y es que el séptimo es el que cierra el preámbulo del Fin.
 
Cuando aparece la Muerte hay silencio: hasta el mar se apaga. Su presencia acalla todos los sonidos que existen en este mundo en el que ella rige poderosa y reina sobre los seres vivientes. Antonious cree que puede jugar con la Muerte. Le teme, pero prefiere hacer frente a ese temor para salvaguardar su vida unos días más. Juega al ajedrez con la Muerte al lado del mar (una alegoría doble), al aire libre. Mientras resista, la Muerte lo perdonará. Cuando pierda tendrá que marcharse con ella.

Antonius Block es un cruzado. Luego de una década luchando para la gloria de Dios, regresa a su ciudad natal y contempla con horror que su lucha no ha servido para nada; no solo no ha glorificado a su dios, sino que además este parece estar enojado con la especie humana: ha derramado una peste implacable que se ceba indiscriminadamente con sus súbditos terrenales.

De camino a la posada Antonius y Jöns se cruzan con un muerto: este es el primer condenado por la peste que avistan los cruzados en su regreso al pueblo, pero le seguirán otros.

En una caravana reposan tranquilamente unos juglares. Esta compañía itinerante actúa según los encargos de la Iglesia: las fiestas devotas están a la orden del día, el miedo al castigo divino y a la muerte predisponen a los pueblerinos a ese tipo de ocio. Los artistas medievales constituyen la contrapartida a la visión negra y pesimista del medioevo: su arte y su forma de vida sencilla sin fanatismos los salvarán de una muerte segura. Uno de ellos se despierta temprano, antes que los demás y sale de la caravana. Mientras practica malabarismos tiene una visión celestial: ve a la Virgen María con el niño Jesús. Los sonidos de la Tierra desaparecen también ante la majestuosidad de las visiones sobrenaturales de Jof. La alusión es clara: los seres sobrenaturales que habitan otros planos de existencia no pueden ser percibidos por los sentidos convencionales. Ni siquiera su visión es una visión típica, está envuelta en los velos del silencio y en colores extraordinarios.

En los muros de la iglesia, Albertus Pictor retrata la muerte y los males de la peste: apestados y penitentes que se azotan a sí mismos para aplcar la ira de Dios. Antonius reza delante de una imagen de Jesús crucificado hasta que ve lo que cree que es un cura. Grande es su sorpresa cuando descubre que detrás de la capucha oscura se encuentra la Muerte, quien ha prometido llevárselo en cuanto acaben la partida de ajedrez.

"El vacío es como un espejo delante de mi rostro".


Dios no habla, tal vez no haya nada más allá de la muerte. Block, como no es de extrañar, se arrepiente de su vida, y quiere hacer algo grande para conseguir la paz antes de la muerte, pero el tiempo apremia. ¿Podrá hacer su buena acción antes de exhalar su último aliento?

Las supersticiones están a la orden del día. La peste se combate con la quema de brujas a quienes se las culpa de todo lo que acontece. El miedo es tan grande que cualquier chivo expiatorio sirve, no existe la compasión, ni la misericordia. Los ladrones roban a los muertos, violan a las mujeres, poco importa que antes hubiesen dedicado sus días a asuntos más piadosos.

En un mundo dominado por el terror, la humanidad brilla por su ausencia. El miedo al juicio final es atroz y la incultura está en alza. Las supersticiones religiosas no ayudan.

En contraposición a los cantares de los penitentes que recorren sin descanso las villas, aullando y flagelándose, las cancioncillas del escudero Jöns y la música del laúd de Jof amenizan el oscurantismo que prima en ese siglo: otra vez, la música nos salva; el arte en sus diversas formas nos da un respiro, alegra nuestros sentidos, nos libera de la carga de ser humanos, nos acerca a los dioses. Los juglares se dedican a entretener a los pueblerinos cantando y representando ante ellos a pesar de sus pocas luces.

Aunque nadie puede escapar a la implacable Muerte, la esperanza no debe perderse: es un destino que nos persigue a todos, pero al que podemos combatir, al que podemos resistirnos, por lo menos de momento aunque al final hasta el mejor ajedrecista sucumbe ante ella. O ante Él.
 
 
Y siempre, el mismo fin, irreversible y rotundo, para todo, para todos.
 
Sí, para ti también.