domingo, 15 de febrero de 2015

En el nombre del teatro: Mateo

Mi idilio amoroso con Mateo, comenzó hace ya más de un año, cuando debía realizar un trabajo de investigación sobre cierto admirado escritor de teatro. La investigación duró varios meses y no más porque no había mucha información al respecto y además, porque no disponía de los medios suficientes como para acceder a ciertas fuentes geográficamente lejanas y guardadas quién sabe en qué recóndito cajón lleno de arañas.
Pero rastreando cada vez más profundamente las raíces e influencias de dicho dramaturgo, tuve la suerte de cruzarme con Armando Discépolo y con su obra Mateo.
En un primer momento, antes de poder "hacerme" con un ejemplar de la obra, ví la adaptación cinematográfica de Daniel Tinayre. No estuvo mal, no, para nada. Pero algo en mi interior me susurruba que no debía cejar en el empeño y conseguir un ejemplar y leerlo. Desgraciadamente, las ediciones estaban agotadas, en las bibliotecas no existía. Las librerías especializadas en teatro sólo tenían ejemplares nuevecitos, de tapas blandas relucientes y suaves, sin páginas amarillentas, mordisqueadas por algún ratoncillo, ni manchas de té, anotaciones a lápiz o borrones de tinta. Y entre estos libros perfectos recién saliditos del horno de la modernidad, no estaba mi Mateo. Así que un día, en mi incansable idilio con los libros desechos, me puse a revolver entre los dispares volúmenes de una librería solidaria y para gran sorpresa mía y de mi compañero de ruta, que me acompañaba en ese momento, lo encontré. Lo encontré y mi alegría fue suma y me costó creer que la Providencia hubiese obrado un milagro así: lo que buscaba y ya creía no encontrar, lo encontré. Mi Mateo, yaciendo dócil, deslumbrante en las palmas de mis manos blancas y a un precio irrisorio (el valor y el precio, a veces un contraluz).
 
No pude leerlo enseguida. Mi amor por Mateo tuvo que esperar muchos meses hasta verse colmado y no me decepcionó. La lectura presta, aunque con algunos términos desconocidos, incluso para una nativa en su variedad idiomática. El tiempo había hecho mella en mis destrezas hermenéuticas. Pero no desesperé ya que a mano tenía todas las herramientas necesarias para la correcta aprehensión de esta pequeña joya del grotesco criollo.
La pieza es breve y los diálogos significativos. Quien los alcanza, descubre una época, una sociedad, un lenguaje del pasado, pero nuevo. Nuevo ahora. ¿Y quién es Mateo? Todo el mundo sabe en Buenos Aires lo que es un mateo y no se empeñe nadie en buscarlo en el diccionario porque no está. No está, no porque no exista, ni haya existido, no está porque no prosperó el elemento a que da nombre y no su denominación. Mateo es el caballo de Miguel, un inmigrante italiano que trabaja de cochero en una ciudad en donde el automóvil hace su gloriosa aparición y copa la ciudad con sus emisiones tóxicas y groseros bocinazos. Así, Miguel se convierte en espectador de primera fila de su propia agonía: el trabajo escasea y no tiene dinero para alimentar a su familia. Su esposa Carmen se conforma viviendo de prestado y sus hijos o no trabajan o sueñan con ser boxeadores de fama mundial. Así, entre realidad y fantasías, Miguel decide dejar su honrada pero ineficaz profesión para, tras una negativa de su amigo Severino, ayudar a unos ladrones (El loro y Narigueta) a cambio de una parte del botín. Es tan sólo cuestión de tiempo que la tormenta se desencadene. La desgracia no se hace esperar: mientras Miguel está esperando a los bandidos, la policía lo descubre y tiene que abandonar a su fiel amigo, Mateo, y su coche para salir huyendo. Cuando llega a casa su hijo Carlos, le da la esperada noticia: ha conseguido un trabajo de chófer y ya está ganando dinero. Con este nuevo trabajo, rindiéndose al ritmo de los nuevos tiempos que corren podrá ayudar a mantener a la familia. Lamentablemente ya es tarde: la policía irrumpe en la casa dispuesta a detener a Miguel.
 
MIGUEL.- No llore. Piense a los hijos...Tenía razón, Cármene: cuando se echan al mundo hay que alimentarlos...de cualquier manera. Yo he cumplido. No llore...(Los hijos los miran sin entender. El viejo despista: se pone la galera de Severino, abollada y maltrecha. Da lástima y risa) ¿Cómo me queda ? ¿Me queda bien? (Retrocede hasta el foro preparando la huida. Se repiten los golpes) ¡Addío! (De un respingo abre la puerta. La policía echa mano de él. La vieja cae).
La lucha entre lo viejo y lo nuevo es constante. Carlos, el hijo de Miguel representa las nuevas generaciones que saben adaptarse al cambio, mientras que Miguel, anclado en el pasado y demasiado orgulloso para cambiar, solo puede precipitarse por el camino que le presenta Severino, el camino de la delincuencia:
 
SEVERINO.-¡Eh!... Hay que entrare, amigo. La vida es una sola, e a lo muerto lo llórano uguale cuando han sido honesto que cuando han sido deshonesto.  
MIGUEL.- Callate, Mefestófele.
SEVERINO.- Ascucha, San Miquele Arcángelo; está a tiempo todavía. Aprenda a vivir. Hay mucho trabajito por ahí...secreto...sin peligro...que lo págano bien.
Recomendamos absolutamente esta pequeña pieza teatral, que por el tema, siempre actual, no dejará indiferente al lector y hasta puede que, (como una servidora) leyendo incluso las declamaciones híbridas de Miguel, se le escape alguna lágrima furtiva que sabrá enjugar a tiempo.

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