miércoles, 28 de octubre de 2015

Dies irae, un modelo para armar

Bien, la vida me sonríe al fin. Me he podido hacer con algunas adquisiciones interesantes. Mi traficante de libros se ha transformado un poco, pero para bien. Se ha calzado una capa de coloridas sorpresas y se ha puesto un sombrero extraño que no alcanzo a definir. En los bolsillos guarda terrones de azúcar que le gusta regalar a las hormigas. Mi traficante (mi Providencia) que siempre piensa en mí y nunca me abandona, me lleva por caminos insospechados siempre y esta vez me ha conducido a un páramo florido que permanece virgen en un cruce de caminos (lo que es decir mucho). Allí me detendré a descansar, esperando que ningún pájaro hablador interrumpa mi descanso. Me entretendré con las flores que allí crecen, diversas todas como la capa de mi Providencia caprichosa, y me pondré a deshojar tréboles, contando, como si fuera la primera vez, los fríos corazones verdes.

***
 
Mientras así procedía, me encontré con esta flor, ¡oh, Providencia! Gracias por no olvidarte de mí, me despojas del andar, pero a cambio me das estas flores, estas flores para oler, oler y oler sin esperanzas, un intento de aprehender un aroma sutil pero intangible. La exégesis de sus pétalos me indujo a matarlas. Las miré destellar entre mis dedos de niebla, marchitos por última vez.
 
Mi Providencia, que me rasga y que me cura, no tiene piedad de mí, da palos de ciego y el mismo día que me dió, me quita, y el mismo día que me da la vida, me mata o me hace matar. Y es así como llegué a este páramo  oscuro, iluminado por esta luz proveniente de una estrella indiferente o tal vez sea una farola infame y fue aquí donde encontré a Andreiev.
 
No lo conocía, hasta que apareció. Alguien lo presentó de modo muy loable y me interesé por él: "uno de los más grandes maestros de la literatura rusa moderna, acaba de morir -dijo con voz sentenciosa- a la edad de cuarenta y siete años", anunció con un aire un tanto trágico. Leo surgió del umbral de la encrucijada como un fantasma,  se puso a hablar con una voz muy dulce, y suavemente me susurró al oído. A medida que iba desatando su voz, más me iba encantando, y sus palabras invocaron la sal de mis ojos. Parecía poseído por un demonio. Dijo:
 
"Lo he hecho en la esperanza de que no tardará otro temblor de tierra en derribar vuestra ciudad, no dejando en pie ningún muro, y entonces mi piedra caerá en la cabeza a mi carcelero y grabará en sus sesos, blandos como la cera, mi canción, como el sello del rey, como un nuevo y colérico mandamiento. Así, con mi canción grabada en los sesos descenderá mi carcelero a la tumba. ¡Eh, carcelero! no me importa que cierres las orejas: ¡pasaré por tu cráneo!"
 
Sus palabras me impactaron. Al principio no entendía qué le pasaba. Parecía que hablaba con alguien más y no conmigo, estaba frenético. ¿Qué te pasa, Leo? ¿es que tienes miedo a la Muerte? No te agobies, la muerte con su fúnebre crespón te aliviará, sé de lo que hablo. No temo por mí, Belle. Temo por mis hijos. Le dije que por sus hijos no temiera, que yo los cuidaría, que yo los alzaría muy alto, para que crecieran al amparo del dorado sol. Y eso me propongo hacer. Quiero alzar a sus hijos. Alzarlos muy alto para que puedan tocar el sol con sus dedos finos y amarillentos de traducción primeriza de 1932. Estas páginas que ahora me miran a mí, páginas que han soportado comentarios prosaicos en lápiz tembloroso y fascista. Los borraré. Los borraré con mis palabras idólatras. Porque amar es elevar y elevarse, y esto es lo que pretendo.
 
 
Me dijo que a sus camaradas los fusilaron unos soldados, "sólo te pido que no te persignes y que no mandes decir misas en su memoria, lo que sería peor todavía, pues no les gustaba eso a ellos (...) haz todo lo que se te antoje, menos mandar decir misas: no les gustaba eso a los pobres".
 
La libertad se le hacía increíble, demasiado hermosa para poder existir y no se atrevía a llamarla: "Es peligroso llamar a la libertad: mientras uno se calla, la vida es soportable; pero si uno se determina a llamar a la libertad, aunque sea con voz muy queda, hay que lograrla o morir".
 
¿Sabes, Belle? Después de estar tanto tiempo encerrado, me daba miedo alejarme de la cárcel. Tenía como un imán, que me atraía y me impedía volar lejos, el hombre es un animal de costumbres y la cárcel es un sitio cómodo llegado un punto; sin embargo, cuando al fin eres libre, sientes un aluvión de sensaciones poderosas. Pero entonces... ¿Entonces, qué, mi querido y nuevo amigo? pregunté. Y sus palabras resuenan en mi cabeza desde entonces, no puedo olvidarlas y son alimento para mi rencor. Dijo...
 
"Te costará más trabajo doblar una brizna de paja que a él doblar tres rieles de hierro formando haz. Te costará más trabajo levantar y llevarte a los labios una taza de agua que a él levantar un mar entero, sacudirlo, agitarlo, coronarlo de espuma y verterlo sobre la tierra. Muerde una montaña con más facilidad que tú un terrón de azúcar. Rompe tres cables metálicos trenzados en uno con más facilidad que tú un hilillo podrido. Te cubrirás de sudor y te pondrás como la grana si intentas deshacer un hormiguero con un palo, y él es capaz de destruir toda la ciudad de un solo golpe. Levanta en alto un buque, como si fuera una piedrecilla, y lo estrella contra la costa. ¿Has visto fuerza semejante?"
 
Se me cortó el aliento. La sangre me hervía, bullía en mis venas como si fuera un caldo enloquecido, imposible de templar. No dije nada. (¿Qué decir?) La impotencia me carcomía y me recorría el cuerpo la urticaria de la indignación. A partir de aquí mis facciones se endurecieron. (¿A quién quería agradar, pues? Allí no había nadie más que yo y el fantasma de Andreiev). Pero de pronto, sin siquiera volver a mirarme se le iluminó el rostro. Parecía que miraba a lo lejos, que observaba un paisaje amable que yo por más que me empeñara no podía ver:
 
"Si yo recogiese por el mundo entero todas las buenas palabras que usan los hombres, todas sus tiernas y sonoras canciones, y las lanzase al aire alegre; si yo recogiese todas las sonrisas de los niños, las risas de las mujeres no ofendidas aún por nadie, las caricias de las ancianas madres de cabellos blancos, los apretones de manos de los amigos y con todo ello hiciese una corona inmarcesible para una hermosa cabeza; si yo recorriese todo el haz de la tierra y recogiese cuantas flores hay en los bosques, en los campos, en las praderas, en los jardines de los ricos, en las profundidades de las aguas, en el fondo azul de los mares; si yo recogiese cuantas piedras preciosas brillan en las hendeduras de los montes, en la obscuridad de las minas profundas, en las coronas de los soberanos y en las orejas de las grandes damas, y con todas hiciese una montaña fulgurante; si yo recogiese todas las llamas que arden en el universo, todas las luces, todos los rayos, todos los brillos, todas las auroras, y con todo ello hiciese rutilar los mundos en un grandioso incendio, ni aun así podría glorificar tu nombre como se merece, ¡oh, libertad!"
 
Las lágrimas acariciaron mis mejillas suavemente. Gracias, Leónidas, por tus palabras. Puedo petrificar mis facciones, pero mi espíritu sensible está a merced de tu luz. Me has emocionado, has movido algo que guardo muy celosamente en lo profundo de mi estuche. No diré que es tu alma, Belle. Ya lo sé, son mis emociones, mi humanidad. Quiero decirte algo al respecto, algo importante que no debes olvidar, unas palabras de un amigo al que también fusilaron los enemigos de la libertad:
 
"Tampoco el fuego se puede encerrar (...) si quieres estar tranquilo, apágalo muy bien, pero no lo encierres. Encerrado en la piedra, en el hierro, en el vidrio, se escapará cuando en tu casa suceda una desgracia. Tu casa se habrá desmoronado y tu vida se habrá extinguido, y el fuego arderá solo, sin haber perdido nada de su ardor, nada de la fuerza de sus llamas".
 
Me dijo que amaba la noche ¡igual que yo!, pensé. La noche nos consuela con sus sombras. La luz del día hiere, los dorados y punzantes rayos de sol ciegan. En la noche todo es amable. Las penumbras son como algodones que danzan tranquilamente en las paredes, como nubes de otro mundo. Y el silencio nos arrulla con su sencillez, nos hace únicos e irrepetibles, nos hace dueños absolutos del instante. Por si esto fuera poco la luna nos acompaña, nos vigila con tierno semblante y podemos hablarle como si fuese un Dios visible, como si fuese una madre amorosa. "La noche entra hasta el corazón", dijo. Es verdad, la noche nos comprende, es un confesor taciturno y distante que sin embargo nos abraza con su luz tenue como hecha de tules.
 
"Basta tocar el árbol para que caiga al punto una naranja en sazón y la siga otra y luego otra. Una buena naranja es como un pequeño sol. Y cuando hay muchas naranjas, le da a uno ganas de sonreír, como si un hermoso sol luciese. Las hojas son obscuras como la noche tras el sol, o más bien de un verde profundo. Pero no; son sencillamente verdes. No hay que decir mentiras".
 
Las palabras son mentiras todas ellas. Las palabras son una mera representación de las cosas, pero no son las cosas y una palabra no puede contener más que una pequeña porción de esencia verdadera, por eso pienso que hablar es mentir. Las verdades fundamentales no deben decirse para no trivializarlas, para no corromperlas con la mácula de las representaciones fónicas inacabadas, que es lo que son, al fin y al cabo, las palabras. Son cárceles abominables. Sueño con un idioma cuyos sonidos representen a la perfección aquello que evocan. Ese lenguaje existe, me dijo. Ese lenguaje es la música.
 
"¡Pero no creo en tu cárcel, oh, hombre; oh, amo! ¡No creo en tu hierro, ni en tu piedra, ni en tu fuerza, oh hombre; oh, amo! Lo que yo he visto derribado no volverá a alzarse jamás."
 
Yo tampoco creo en las cárceles. Y de hecho, creo que tú no deberías estar leyendo esto.
 
 

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