lunes, 7 de septiembre de 2015

El séptimo sello "Det sjunde inseglet''


¿Qué número es esta vez? ¿diez, quince, veinte?
 
Ya he perdido la cuenta de las noches que me asaltó el deseo irrefrenable de ver a Antonius Block y a su escudero Jöns cabalgando por la primitiva Suecia del siglo XIV. Como ya habréis adivinado seguramente, me estoy refiriendo a la película "El séptimo sello" de Ingmar Bergman, una de mis predilectas por su temática y por su reparto, en especial: Max von Sydow, (Antonius Block), Bibi Andersson (Mía), Gunnar Björnstrand (escudero), Bengkt Ekerot (Muerte) y Nils Poppe (Jof).  A consecuencia de estas elementos, así como por la magistral dirección de Bergman y su excepcional guion (escrito por él mismo y basado en el texto inicial Pintura sobre tabla) y a pesar de los contratiempos que tuvo que afrontar (escaso presupuesto y una limitación exagerada de tiempo) fue galardonada en el Festival de Cannes de 1957. 

"El cielo se quedó en silencio media hora después de que el cordero abriese el séptimo sello". Y es que el séptimo es el que cierra el preámbulo del Fin.
 
Cuando aparece la Muerte hay silencio: hasta el mar se apaga. Su presencia acalla todos los sonidos que existen en este mundo en el que ella rige poderosa y reina sobre los seres vivientes. Antonious cree que puede jugar con la Muerte. Le teme, pero prefiere hacer frente a ese temor para salvaguardar su vida unos días más. Juega al ajedrez con la Muerte al lado del mar (una alegoría doble), al aire libre. Mientras resista, la Muerte lo perdonará. Cuando pierda tendrá que marcharse con ella.

Antonius Block es un cruzado. Luego de una década luchando para la gloria de Dios, regresa a su ciudad natal y contempla con horror que su lucha no ha servido para nada; no solo no ha glorificado a su dios, sino que además este parece estar enojado con la especie humana: ha derramado una peste implacable que se ceba indiscriminadamente con sus súbditos terrenales.

De camino a la posada Antonius y Jöns se cruzan con un muerto: este es el primer condenado por la peste que avistan los cruzados en su regreso al pueblo, pero le seguirán otros.

En una caravana reposan tranquilamente unos juglares. Esta compañía itinerante actúa según los encargos de la Iglesia: las fiestas devotas están a la orden del día, el miedo al castigo divino y a la muerte predisponen a los pueblerinos a ese tipo de ocio. Los artistas medievales constituyen la contrapartida a la visión negra y pesimista del medioevo: su arte y su forma de vida sencilla sin fanatismos los salvarán de una muerte segura. Uno de ellos se despierta temprano, antes que los demás y sale de la caravana. Mientras practica malabarismos tiene una visión celestial: ve a la Virgen María con el niño Jesús. Los sonidos de la Tierra desaparecen también ante la majestuosidad de las visiones sobrenaturales de Jof. La alusión es clara: los seres sobrenaturales que habitan otros planos de existencia no pueden ser percibidos por los sentidos convencionales. Ni siquiera su visión es una visión típica, está envuelta en los velos del silencio y en colores extraordinarios.

En los muros de la iglesia, Albertus Pictor retrata la muerte y los males de la peste: apestados y penitentes que se azotan a sí mismos para aplcar la ira de Dios. Antonius reza delante de una imagen de Jesús crucificado hasta que ve lo que cree que es un cura. Grande es su sorpresa cuando descubre que detrás de la capucha oscura se encuentra la Muerte, quien ha prometido llevárselo en cuanto acaben la partida de ajedrez.

"El vacío es como un espejo delante de mi rostro".


Dios no habla, tal vez no haya nada más allá de la muerte. Block, como no es de extrañar, se arrepiente de su vida, y quiere hacer algo grande para conseguir la paz antes de la muerte, pero el tiempo apremia. ¿Podrá hacer su buena acción antes de exhalar su último aliento?

Las supersticiones están a la orden del día. La peste se combate con la quema de brujas a quienes se las culpa de todo lo que acontece. El miedo es tan grande que cualquier chivo expiatorio sirve, no existe la compasión, ni la misericordia. Los ladrones roban a los muertos, violan a las mujeres, poco importa que antes hubiesen dedicado sus días a asuntos más piadosos.

En un mundo dominado por el terror, la humanidad brilla por su ausencia. El miedo al juicio final es atroz y la incultura está en alza. Las supersticiones religiosas no ayudan.

En contraposición a los cantares de los penitentes que recorren sin descanso las villas, aullando y flagelándose, las cancioncillas del escudero Jöns y la música del laúd de Jof amenizan el oscurantismo que prima en ese siglo: otra vez, la música nos salva; el arte en sus diversas formas nos da un respiro, alegra nuestros sentidos, nos libera de la carga de ser humanos, nos acerca a los dioses. Los juglares se dedican a entretener a los pueblerinos cantando y representando ante ellos a pesar de sus pocas luces.

Aunque nadie puede escapar a la implacable Muerte, la esperanza no debe perderse: es un destino que nos persigue a todos, pero al que podemos combatir, al que podemos resistirnos, por lo menos de momento aunque al final hasta el mejor ajedrecista sucumbe ante ella. O ante Él.
 
 
Y siempre, el mismo fin, irreversible y rotundo, para todo, para todos.
 
Sí, para ti también.

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